2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte III

Las vías de circunvalación son artificios que permiten a ciertas personas pasar con
mucha rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras avanzan a mucha
velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en un punto C, justo en medio
de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la gran importancia que debe tener
el punto A para que tanta gente del punto B tengan tantas ganas de ir para allá, y qué
interés tan grande tiene el punto B para que tanta gente del punto A sienta tantos deseos
de acudir a él. A menudo ansían que las personas descubran de una vez para siempre el
lugar donde quieren quedarse.
Mister Prosser quería ir a un punto D. El punto D no estaba en ningún sitio en especial,
sólo se trataba de cualquier punto conveniente que se encontrara a mucha distancia de
los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de campo en el punto D, con
hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable cantidad de tiempo en el punto E,
donde estaría la taberna más próxima al punto D. Su mujer, por supuesto, quería rosales
trepadores, pero él prefería hachas. No sabía por qué; sólo que le gustaban las hachas.
Se ruborizó profundamente ante las muecas burlonas de los conductores de los
bulldozers.
Empezó a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo
descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había sido
sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido él.
- Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido
tiempo, ¿sabe? -dijo mister Prosser.
- ¿A su debido tiempo? -gritó Arthur-. ¡A su debido tiempo! La primera noticia que he
tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a limpiar las
ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me lo dijo
inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de ventanas y me
cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
- Pero mister Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de planificación local
desde hace nueve meses.
- ¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No se ha
excedido usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad que no? Me
refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
- Pero los planos estaban a la vista...
- ¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
- Ahí está el departamento de exposición pública.
- Con una linterna.
- Bueno, probablemente se había ido la luz.
- Igual que en las escaleras.
- Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
- Sí -contestó Arthur-, lo encontré. - Estaba a la vista en el fondo de un archivador
cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta había un letrero que
decía: Cuidado con el leopardo.
Por el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba tumbado
en el barro frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra sobre la casa de Arthur Dent.
Mister Prosser frunció el ceño.
- No parece que sea una casa particularmente bonita - afirmó.
- Lo siento, pero da la casualidad de que a mí me gusta.
- Le gustará la vía de circunvalación.
- ¡Cállese ya! -exclamó Arthur Dent-. Cállese, márchese y llévese con usted su
condenada vía de circunvalación. No tiene en qué basar sus pretensiones, y usted lo
sabe.
Mister Prosser abrió y cerró la boca un par de veces mientras su imaginación se
llenaba por un momento de visiones inexplicables, pero horriblemente atractivas, de la
casa de Arthur Dent consumida por las llamas y del propio Arthur gritando y huyendo a la
carrera de las ruinas humeantes con al menos tres pesadas lanzas sobresaliendo en su
espalda. Mister Prosser se veía incomodado con frecuencia por imágenes parecidas, que
le ponían muy nervioso. Tartamudeó un momento, pero logró dominarse.
- Mister Dent -dijo.
- ¡Hola! ¿Sí? -dijo Arthur.
- Voy a proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene usted alguna idea del daño
que sufriría ese bulldozer si yo permitiera que simplemente le pasara a usted por encima?
- ¿Cuánto? -inquirió Arthur.
- Ninguno en absoluto -respondió mister Prosser, apartándose nervioso y frenético y
preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes greñudos que no dejaban de
aullar.
Por una coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era exactamente el recelo que el
descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus amigos más
íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese de un pequeño
planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
Eso jamás lo había sospechado Arthur Dent,
Su amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y
había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto éxito, habría
que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años fingiendo ser un actor sin
trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un poco corto en sus
investigaciones preparatorias. La información que había obtenido le llevó a escoger el
nombre de «Ford Prefect» en la creencia de que era muy poco llamativo.
No era exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy
atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las sienes.
Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás. Había algo raro en su
aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá consistiese en que no parecía
parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando le hablaban durante cierto tiempo, los
ojos de su interlocutor empezaban a lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy poca
delicadeza y le daba a la gente la enervante impresión de que estaba a punto de saltarles
al cuello.
A la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona
excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos extraños. Por
ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas universitarias, donde se
emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de cualquier astrofísico que
pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído,
mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué
estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego se
tranquilizaba y sonreía.
- Pues buscaba algún platillo volante - solía contestar en broma, y todo el mundo se
echaba a reír y le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba buscando.
- ¡Verdes! - contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa y
luego arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda a todo el
mundo.
Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un
rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no importaba
tanto el color de los platillos volantes.
A continuación, echaba a andar por la calle, tambaleándose y semi-paralítico,
preguntando a los policías con los que se cruzaba si conocían el camino de Betelgeuse.
Los policías solían decirle algo así:
- ¿No cree que ya va siendo hora de que se vaya a casa, señor?
- De eso se trata, quiero recogerme -respondía Ford de manera invariable en tales
ocasiones.
En realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire distraído,
era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde porque ése era
tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de Betelgeuse.
Ford Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince años
era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en un sitio tan
sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford ansiaba que pronto apareciese un platillo volante, pues sabía cómo hacer señales
para que bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la manera de ver las Maravillas del
Universo por menos de treinta dólares altairianos al día.
En realidad, Ford Prefect era un investigador itinerante de ese libro absolutamente
notable, la Guía del autoestopista galáctico.
Los seres humanos se adaptan muy bien a todo, y a la hora del almuerzo había
arraigado una serena rutina en los alrededores de la casa de Arthur. Este interpretaba el
papel de rebozarse la espalda en el barro, solicitando de vez en cuando ver a su abogado
o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister Prosser asumía la función de atacar a
Arthur con algunas maniobras nuevas, soltándole de cuando en cuando un discurso sobre
«el bien común», «la marcha del progreso», «ya sabe que una vez derribaron mi casa»,
«nunca se debe mirar atrás» y otros camelos y amenazas; y el quehacer de los
conductores de los Bulldozer era sentarse en corro bebiendo café y haciendo
experimentos con las normas del sindicato para ver si podían sacar ventajas económicas
de la situación.
La Tierra se movía despacio en su trayectoria diurna.
El Sol empezaba a secar el barro sobre el que Arthur estaba tumbado.
Una sombra volvió a cruzar sobre él.
- Hola, Arthur -dijo la sombra.
Arthur levantó la vista y, guiñando los ojos para protegerse del sol, vio que Ford Prefect
estaba de pie a su lado.
- ¡Hola, Ford!, ¿cómo estás?
- Muy bien -contesto Ford-. Oye, ¿estás ocupado?
- ¡Que si estoy ocupado! -exclamó Arthur-. Bueno, ahí están todos esos Bulldozer, y
tengo que tumbarme delante de ellos porque si no derribarían mi casa; pero aparte de
eso... pues no especialmente, ¿por qué?
En Betelgeuse no conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no solía captarlo a menos que
se concentrara.
- Bien, ¿podemos hablar en algún sitio? -preguntó.
- ¿Cómo? -repuso Arthur Dent.
Durante unos segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se quedó con la vista fija
en el cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un coche. Luego, de pronto,
se puso en cuclillas junto a Arthur.
- Tenemos que hablar -le dijo en tono apremiante.
- Muy bien -le contestó Arthur-, hablemos.
- Y beber -añadió Ford-. Es de importancia vital que hablemos y bebamos. Ahora
mismo. Vamos a la taberna del pueblo.
Volvió a mirar al cielo, nervioso, expectante.
- ¡Pero es que no entiendes! -gritó Arthur. Señaló a Prosser-. ¡Ese hombre quiere
derribar mi casa!
Ford le miró, perplejo.
- Bueno, puede hacerlo mientras tú no estás, ¿no? -sugirió.
- ¡Pero no quiero que lo haga!
- ¡Ah!
- Oye, Ford, ¿qué es lo que te pasa? -preguntó Arthur.
- Nada. No me pasa nada. Escúchame, tengo que decirte la cosa más importante que
hayas oído jamás. He de contártela ahora mismo, y debo hacerlo en el bar Horse and
Groom.
- Pero ¿por qué?
- Porque vas a necesitar una copa bien cargada.
Ford miró fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al comprobar que su voluntad
comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a un viejo juego tabernario
que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio que abastecían a las zonas
mineras de madranita en el sistema estelar de Orión Beta.
Tal juego no se diferenciaba mucho del juego terrestre denominado «lucha india», y se
jugaba del modo siguiente:
Dos contrincantes se sentaban a cada extremo de una mesa con un vaso enfrente de
cada uno.
Entre ambos se colocaba una botella de aguardiente janx (el que inmortalizó la antigua
canción minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo aguardiente janx / No, no
me des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza echará a volar, di lengua
mentirá, mis ojos arderán y me pondré a morir / No me pongas otra copa de ese
pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada adversario concentraba su voluntad en la botella, tratando de inclinarla para
echar aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía que beberlo.
La botella se llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez. Y otra.
Una vez que se empezaba a perder, lo más probable es que se siguiera perdiendo,
porque uno de los efectos del aguardiente janx es el debilitamiento de las facultades
telequinésicas.
En cuanto se consumía una cantidad establecida de antemano, el perdedor debía
pagar una prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A Ford Prefect le gustaba perder.
Ford miraba fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que, después de todo, tal vez
quisiera ir al Horse and Groom.
- ¿Y qué hay de mi casa...? -preguntó en tono quejumbroso.
Ford miró a mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una idea atroz.
- ¿Quiere derribar tu casa?
- Sí, quiere construir...
- ¿Y no puede hacerlo porque estás tumbado delante de su bulldozer?
- Sí, y...
- Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo - afirmó Ford, y añadió gritando-:
¡Disculpe usted!
Mister Prosser (que estaba discutiendo con un portavoz de los conductores de los
bulldozers sobre si Arthur Dent constituía o no un caso patológico y, en caso afirmativo,
cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó sorprendido y se alarmó un tanto
al ver que Arthur tenía compañía.
- ¿Sí? ¡Hola! -contesto- ¿Ya ha entrado mister Dent en razón?
- ¿Podemos suponer, de momento - le respondió Ford-, que no lo ha hecho?
- ¿Y bien? -suspiró mister Prosser.
- ¿Y podemos suponer también -prosiguió Ford- que va a pasarse aquí todo el día?
- ¿Y qué?
- ¿Y que todos sus hombres van a quedarse aquí todo el día sin hacer nada?
- Pudiera ser, pudiera ser...
- Bueno, pues si en cualquier caso usted se ha resignado a no hacer nada, no necesita
realmente que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo, ¿verdad?
- ¿Cómo?
- No necesita -repitió pacientemente Ford- realmente que se quede aquí.
Mister Prosser lo pensó.
- Pues no; de esa manera... -dijo-, no lo necesito exactamente...
Prosser estaba preocupado. Pensó que uno de los dos no estaba muy en sus cabales.
- De manera que si usted se hace a la idea de que Arthur está realmente aquí - le
propuso Ford-, entonces él y yo podríamos marcharnos media hora a la taberna. ¿Qué le
parece?
Mister Prosser pensó que le parecía una absoluta majadería.
- Me parece muy razonable... -dijo en tono tranquilizador, preguntándose a quién
trataba de tranquilizar.
- Y si después quiere usted echarse un chispazo al coleto -le dijo Ford-, nosotros
podríamos sustituirle.
- Muchísimas gracias -repuso mister Prosser, que ya no sabía cómo seguir el juego-.
Muchísimas gracias, sí, es muy amable...
Frunció el ceño, sonrió, trató de hacer las dos cosas a la vez, no lo consiguió, agarró su
sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en la coronilla. Sólo podía
suponer que había ganado.
- De modo que -prosiguió Ford Prefect- si hace el favor de acercarse y tumbarse en el
suelo...
- ¿Cómo? -inquirió mister Prosser.
- ¡Ah!, lo siento -se disculpó Ford-; tal vez no me haya explicado con la claridad
suficiente. Alguien tiene que tumbarse delante de los bulldozers, ¿no es así? Si no, no
habría nada que les impidiese derribar la casa de mister Dent ¿verdad?
- ¿Cómo? -repitió mister Prosser.
- Es muy sencillo -explicó Ford-. Mi cliente, mister Dent, afirma que se levantará del
barro con la única condición de que usted venga a ocupar su puesto.
- ¿Qué estás diciendo? -le preguntó Arthur, pero Ford le dio con el pie para que
guardara silencio.
- ¿Quiere usted -preguntó Prosser, deletreando para sí aquella idea nueva- que vaya a
tumbarme ahí...?
- Sí.
- ¿Delante del bulldozer?
- Sí.
- En el puesto de mister Dent.
- Sí.
- En el barro.
- En el barro, tal como dice usted.
En cuanto mister Prosser comprendió que, después de todo, iba a ser el verdadero
perdedor, fue como si se quitara un peso de los hombros: eso se parecía más a las cosas
del mundo que él conocía. Exhaló un suspiro.
- ¿A cambio de lo cual se llevará usted a mister Dent a la taberna?
- Eso es-dijo Ford-; eso es exactamente.
Mister Prosser dio unos pasos nerviosos hacia delante y se detuvo.
- ¿Prometido? -preguntó.
- Prometido -contesto Ford. Se volvió a Arthur.
- Vamos -le dijo-, levántate y deja que se tumbe este señor.
Arthur se puso en pie con la sensación de que estaba soñando.
Ford hizo una seña a Prosser que, con expresión triste y maneras torpes, se sentó en
el barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño, preguntándose a quién
pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El barro le envolvió el trasero y los
brazos y penetró en sus zapatos.
Ford le lanzó una mirada severa.
- Y nada de derribar a escondidas la casa de mister Dent mientras él está fuera,
¿entendido? -le dijo.
- Ni siquiera he empezado a especular -gruñó mister Prosser, tendiéndose de
espaldas- con la más mínima posibilidad de que esa idea se me pase por la cabeza.
Vio acercarse al representante sindical de los conductores de los bulldozers, dejó caer
la cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus pensamientos para demostrar
que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba muy seguro, porque le parecía
tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de humo y del hedor de la sangre. Eso le
ocurría siempre que se sentía confundido o desdichado, y nunca se lo había podido
explicar a sí mismo. En una alta dimensión de la que nada conocemos, el poderoso Kan
aulló de rabia, pero mister Prosser sólo se quejó y sufrió un leve temblor. Empezó a sentir
un escozor húmedo detrás de los párpados. Errores burocráticos, hombres furiosos
tendidos en el barro, desconocidos incomprensibles infligiendo humillaciones inexplicables
y un extraño ejército de jinetes que se reían de él dentro de su cabeza... ¡vaya día!
- ¡Vaya día! Ford sabía que no importaba lo más mínimo que derribaran o no la casa de
Arthur.
Arthur seguía muy preocupado.
- Pero ¿podemos confiar en él? -preguntó.
- Yo confío en él hasta que la Tierra se acabe -le contestó Ford.
- ¿Ah, sí? -repuso Arthur-. ¿Y cuánto tardará eso?
- Unos doce minutos -sentenció Ford-. Vamos, necesito un trago.

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