2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte XV

El despacho de Slartibarfast era un revoltijo absoluto, como los resultados de una
explosión en una biblioteca pública. Cuando entraron, el anciano frunció el ceño.
- Una desgracia tremenda -explicó-; saltó un diodo en uno de los ordenadores de
mantenimiento vital. Cuando tratamos de revivir a nuestro personal de limpieza,
descubrimos que habían estado muertos desde hacía casi treinta mil años. ¿Quién va a
retirar los cadáveres?, eso es lo que quiero saber. Oye, ¿por qué no te sientas ahí y dejas
que te conecte?
Hizo serías a Arthur para que se sentara en un sillón que parecía hecho del costillar de
un estegosaurio.
- Está hecho del costillar de un estegosaurio -explicó el anciano mientras iba de un lado
para otro acarreando instrumentos y recogiendo trocitos de alambre de debajo de
tambaleantes montones de papel.
- Toma -le dijo a Arthur, pasándole un par de alambres pelados en los extremos.
En el momento en que Arthur los cogió, un pájaro voló derecho hacia él.
Se encontró suspendido en el aire y completamente invisible a sí mismo. Bajo él vio la
plaza de una ciudad bordeada de árboles, y en torno a ella, hasta donde abarcaba su
mirada, había blancos edificios de cemento de amplia y elegante estructura, pero algo
dañados por el paso del tiempo: muchos estaban agrietados y manchados de lluvia. Sin
embargo, brillaba el sol, una brisa fresca danzaba ligeramente entre los árboles, y la
extraña sensación de que todos los edificios estuvieran canturreando se debía,
probablemente, al hecho de que la plaza y las calles de alrededor bullían de gente
animada y alegre. En algún sitio tocaba una orquesta, banderas de brillantes colores
ondeaban con la brisa.y el espíritu de carnaval flotaba en el aire.
Arthur se sintió muy solo colgado en el aire por encima de todo aquello sin siquiera
tener un cuerpo que albergara su nombre, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en
ello, una voz resonó en la plaza llamando la atención de todo el mundo.
Un hombre, de pie sobre un estrado vivamente engalanado delante de un edificio que
dominaba la plaza, se dirigía a la multitud a través de un Tannoy.
- ¡Oh, gentes que esperáis a la sombra de Pensamiento Profundo! -gritó-. ¡Honorables
descendientes de Vroomfondel y de Majikthise, los Sabios más Grandes y Realmente
Interesantes que el Universo ha conocido jamás.... el Tiempo de Espera ha terminado!
La multitud estalló en vítores desenfrenados. Tremolaron banderas y gallardetes; se
oyeron silbidos agudos. Las calles más estrechas parecían ciempiés vueltos de espaldas
y agitando frenéticamente las patas en el aire.

- ¡Nuestra raza ha esperado siete millones y medio de años este Gran Día Optimista e
Iluminador! -gritó el dirigente de los vítores-. ¡El Día de la Respuesta!
La extática multitud rompió en hurras.
- Nunca más -gritó el hombre, nunca más volveremos a levantarnos por la mañana
preguntándonos: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Tiene alguna importancia,
cósmicamente hablando, si no me levanto para ir a trabajar? ¡Porque hoy, finalmente,
conoceremos, de una vez por todas, la lisa y llana respuesta a todos esos problemillas
inoportunos de la Vida, del Universo y de Todo!
Cuando la multitud aclamaba una vez más, Arthur se encontró deslizándose por el aire
y bajando hacia una de las magníficas ventanas del primer piso del edificio que se
levantaba detrás del estrado donde el orador se dirigía a la multitud.
Sufrió un momento de pánico al pasar por la ventana, pero lo olvidó un par de
segundos después al descubrir que, al parecer, había atravesado el cristal sin tocarlo.
Ninguno de los que estaban en la habitación notó su curiosa aparición, lo que no es de
extrañar si se piensa que no estaba allí. Comenzó a comprender que toda aquella
experiencia no era más que una proyección grabada que dejaba por los suelos a una
película de setenta milímetros y seis pistas.
La habitación se parecía bastante a la descripción de Slartibarfast. La habían cuidado
bien durante siete millones y medio de años, y cada cien años la habían limpiado con
regularidad. El escritorio de ultracaoba estaba un poco gastado en los bordes, la alfombra
ya estaba un poco desvaída, pero el ancho terminal del ordenador descansaba con
brillante magnificencia en la tapicería de cuero de la mesa, tan reluciente como si se
hubiera construido el día anterior.
Dos hombres severamente vestidos se sentaban con gravedad ante la terminal,
esperando.
- Casi ha llegado la hora -dijo uno de ellos, y Arthur se sorprendió al ver que una
palabra se materializaba en aire, justo al lado del cuello de aquel hombre. Era la palabra
LOONQUAWL, y destelló un par de veces antes de disiparse de nuevo. Antes de que
Arthur pudiera asimilarlo, el otro hombre habló y la palabra PHOUCHG apareció junto a su
garganta.
- Hace setenta y cinco mil generaciones, nuestros antepasados pusieron en marcha
este programa -dijo el segundo hombre-, y en todo ese tiempo nosotros seremos los
primeros en oír las palabras del ordenador.
- Es una perspectiva pavorosa, Phouchg -convino el primer hombre, y Arthur se dio
cuenta de repente que estaba viendo una película con subtítulos.
- ¡Somos nosotros quienes oiremos -dijo Phouchg- la respuesta a la gran pregunta de
la vida!
- ¡Chsss! -dijo Loonquawl con un suave gesto-. ¡Creo que Pensamiento Profundo se
dispone a hablar!
Hubo un expectante momento de pausa mientras los paneles de la parte delantera de
la consola empezaban a despertarse lentamente. Comenzaron a encenderse y a
apagarse luces de prueba que pronto funcionaron de modo continuo. Un canturreo leve y
suave se oyó por el canal de comunicación.

- Buenos días -dijo al fin Pensamiento Profundo.
- Hmmm... Buenos días, Pensamiento Profundo -dijo nerviosamente Loonquawl-,
¿tienes... hmmm, es decir...
- ¿Una respuesta que daros? -le interrumpió Pensamiento Profundo en tono
majestuoso-. Sí, la tengo.
Los dos hombres temblaron de expectación. Su espera no había sido en vano.
- ¿De veras existe? -jadeó Phouchg.
- Existe de veras -le confirmó Pensamiento Profundo.
- ¿A todo? ¿A la gran pregunta de la Vida, del Universo y de Todo?
- Sí.
Los dos hombres estaban listos para aquel momento, se habían preparado durante
toda la vida; se les escogió al nacer para que presenciaran la respuesta, pero aun así
jadeaban y se retorcían como criaturas nerviosas.
- ¿Y estás dispuesto a dárnosla? -le apremió Loonquawl.
- Lo estoy.
- ¿Ahora mismo?
. Ahora mismo -contesto Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron la lengua por los labios secos.
- Aunque no creo -añadió Pensamiento Profundo- que vaya a gustaros.
- ¡No importa! -exclamó Phouchg-. ¡Tenemos que saberla! ¡Ahora mismo!
- ¿Ahora mismo? -inquirió Pensamiento Profundo.
- ¡Sí! Ahora mismo...
- Muy bien -dijo el ordenador, volviendo a guardar silencio.
- ¡Del Universo...! -exclamó Loonquawl. Los dos hombres se agitaron inquietos. La
tensión era insoportable.
- ¡Y de Todo...!
- En serio, no os va a gustar -observó Pensamiento Profundo.
- ¡Dínosla!
- De acuerdo -dijo Pensamiento Profundo-. La Respuesta a la Gran Pregunta...
- ¡Sí...!
- de la Vida, del Universo y de Todo... -dijo Pensamiento Profundo.
- ¡Sí...!
- Es -dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.

- ¡Sí!
- Es...
- iii ¿Sí...?!!!
- Cuarenta y dos -dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.

Pasó largo tiempo antes de que hablara alguien.
Con el rabillo del ojo, Phouchg veía los expectantes rostros de la gente que aguardaba
en la plaza.
- Nos van a linchar, ¿verdad? - susurró.
- Era una misión difícil -dijo Pensamiento Profundo con voz suave.
- ¡Cuarenta y dos! -chilló Loonquawl-. ¿Eso es todo lo que tienes que decirnos después
de siete millones y medio de años de trabajo?
- Lo he comprobado con mucho cuidado -manifestó el ordenador-, y ésa es
exactamente la respuesta. Para ser franco con vosotros, creo que el problema consiste en
que nunca habéis sabido realmente cuál es la pregunta.
- ¡Pero se trata de la Gran Pregunta! ¡La Cuestión Ultima de la Vida, del Universo y de
Todo! -aulló Loonquawl.
- Sí -convino Pensamiento Profundo, con el aire del que soporta bien a los estúpidos-,
pero ¿cuál es realmente?
Un lento silencio lleno de estupor fue apoderándose de los dos hombres, que se
miraron mutuamente tras apartar la vista del ordenador.
- Pues ya lo sabes, de Todo..., Todo... -sugirió débilmente Phouchg.
- ¡Exactamente! -sentenció Pensamiento Profundo-. De manera que, en cuanto sepáis
cuál es realmente la pregunta, sabréis cuál es la respuesta.
- ¡Qué tremendo! -murmuró Phouchg, tirando a un lado su cuaderno de notas y
limpiándose una lágrima diminuta.
- De acuerdo, de acuerdo -dijo Loonquawl-. Mira, ¿no puedes decirnos la pregunta?
- ¿La Cuestión Ultima?
- Sí.
- ¿De la Vida, del Universo y de Todo?
- ¡Sí!

Pensamiento Profundo meditó un momento.
- Difícil -comentó.
- Pero, ¿puedes decírnosla? -gritó Loonquawl.
Pensamiento Profundo meditó sobre ello otro largo momento.
- No -dijo al fin con voz firme.
Los dos hombres se derrumbaron desesperados en sus asientos.
- Pero os diré quién puede hacerlo -dijo Pensamiento Profundo.
Ambos levantaron bruscamente la vista.
- ¿Quién? ¡Dínoslo!
De pronto, Arthur empezó a sentir que su cráneo, en apariencia inexistente, empezaba
a hormiguear mientras él se movía despacio, pero de modo inexorable, hacia la consola,
aunque sólo se trataba, según imaginó, de un dramático zoom realizado por quienquiera
que hubiese filmado el acontecimiento.
- No hablo sino del ordenador que me sucederá -entonó Pensamiento Profundo,
mientras su voz recobraba sus acostumbrados tonos declamatorios-. Un ordenador cuyos
parámetros funcionales no soy digno de calcular; y sin embargo yo lo proyectaré para
vosotros. Un ordenador que podrá calcular la Pregunta de la Respuesta Ultima, un
ordenador de tan infinita y sutil complejidad, que la misma vida orgánica formará parte de
su matriz funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas nuevas para introduciros en el
ordenador y conducir su programa de diez mirones de años! ¡Sí! Os proyectaré ese
ordenador. Y también le daré un nombre. Se llamará... la Tierra.
Phouchg miró boquiabierto a Pensamiento Profundo.
- ¡Qué nombre tan insípido! -comentó, y grandes incisiones aparecieron a todo lo largo
de su cuerpo. De pronto, Loonquawl sufrió unos cortes horrendos procedentes de ninguna
parte. La consola del ordenador se llenó de manchas y de grietas, las paredes oscilaron y
se derrumbaron y la habitación se precipitó hacia arriba, contra el techo...
Slartibarfast estaba de pie frente a Arthur, sosteniendo los dos alambres.
- Fin de la cinta -explicó.
- iZaphod! i Despierta!
- ¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
- Venga, vamos, despierta.

- Déjame hacer una cosa que se me da bien, ¿quieres? -murmuró Zaphod, dándole la
espalda a quien le hablaba y volviéndose a dormir.
- ¿Quieres que te dé una patada? -le dijo Ford.
- ¿Y eso te causaría mucho placer? -replicó débilmente Zaphod.
- No.
- A mí tampoco. Así que no tendría sentido. Deja de fastidiarme - Zaphod se hizo un
ovillo.
- Ha recibido doble dosis de gas -dijo Trillian, mirándolo-: dos tragos.
- Y dejad de hablar -dijo Zaphod-, ya resulta bastante difícil tratar de dormir. ¿Qué pasa
con el suelo? Está todo duro y frío.
- Es oro -le explicó Ford.
Con un pasmoso movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y empezó a otear el
horizonte, porque hasta aquella línea se extendía el suelo áureo en todas direcciones,
macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como..., es imposible decir cómo relucía
porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente como un planeta de oro
macizo.
- ¿Quién ha puesto ahí todo eso? -gritó Zaphod, con los ojos en blanco.
- No te excites -le aconsejó Ford-. Sólo es un catálogo.
- ¿Un qué?
- Un catálogo -le explicó Trillian-, una ilusión.
- ¿Cómo podéis decir eso? -gritó Zaphod, cayendo a gatas y mirando fijamente al
suelo.
Lo golpeó y lo raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero, podía hacerle marcas con
las uñas. Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él, su aliento se evaporó de
esa manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora sobre el oro macizo.
- Trillian y yo hace rato que recuperamos el sentido -le dijo Ford-. Gritamos y chillamos
hasta que vino alguien, y luego seguimos gritando y chillando hasta que nos trajeron
comida y nos introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados hasta que
estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una grabación en Sensocine.
Zaphod lo miró con rencor.
- ¡Mierda! -exclamó-. ¿Y me despiertas de mi sueño perfecto para mostrarme el de
otro?
Se sentó resoplando.
- ¿Qué es esa serie de valles de allá? -preguntó.
- El contraste -le explicó Ford-. Lo hemos visto.
- No te hemos despertado antes -le dijo Trillian-. El último planeta estaba lleno de
peces hasta la rodilla.

- ¿Peces?
- A cierta gente le gustan las cosas más raras.
- Y antes de eso -terció Ford- tuvimos platino. Un poco soso. Pero pensamos que te
gustaría ver éste.
Hacia donde mirasen, mares luminosos destellaban con una sólida llamarada.
- Muy bonito -comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo apareció un enorme número verde de catálogo. Osciló y cambió, y cuando
volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
- ¡Uf! -dijeron a coro.
El mar era púrpura. La playa en la que se encontraban se componía de guijarros
amarillos y verdes: gemas tremendamente preciosas, podría asegurarse. A lo lejos, las
crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas, Más cerca, se levantaba una
mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas plateadas.
En el cielo apareció un letrero enorme que sustituía al número de catálogo: Decía:
Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede complacerte. No somos orgullosos.
Y quinientas mujeres completamente desnudas cayeron del cielo en paracaídas.
Al cabo de un momento la escena se desvaneció, dejándolos en una pradera
primaveral llena de vacas.
- ¡Uf! -exclamó Zaphod-. ¡Mis cerebros!
- ¿Quieres hablar de ello? -le dijo Ford.
- Sí, muy bien -aceptó Zaphod, y los tres se sentaron ignorando las escenas que
surgían y se disipaban a su alrededor.
- Esto es lo que me figuro -empezó a decir Zaphod-. Sea lo que sea lo que le ha
ocurrido a mi mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un modo que no podrían
detectar las pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía saber nada al respecto. Qué
locura, ¿verdad?
Los otros dos asintieron con la cabeza.
- De manera que me pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo no pueda decirle a
nadie que lo sé, ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí mismo? La respuesta es: no lo
sé. Es evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y empiezo a adivinar. ¿Cuándo
decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de la muerte del presidente Yooden
Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
- Sí -dijo Ford-, aquel sujeto que conocimos de muchachos, el capitán arcturiano. Tenía
gracia. Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión. Decía que eras el chico más
impresionante que había conocido.
- ¿Qué es todo eso? -preguntó Trillian.
- Historia antigua -le contestó Ford-, de cuando éramos muchachos en Betelgeuse. Los
megaviones arcturianos llevaban la mayor parte de su voluminosa carga entre el Centro
Galáctico y las regiones periféricas. Los exploradores comerciales de Betelgeuse

descubrían los mercados y los arcturianos los abastecían. Había muchas dificultades con
los piratas del espacio antes de que los aniquilaran en las guerras Dordellis, y los
megaviones tenían que dotarse de los escudos defensivos más fantásticos conocidos por
la ciencia galáctica. Eran naves enormes, realmente descomunales. Cuando entraban en
la órbita de un planeta eclipsaban al sol.
»Un día, el joven Zaphod decidió atacar uno con una scooter de tres propulsores a
chorro proyectada para trabajar en la estratosfera. No era más que un crío. Le dije que lo
olvidara, que era el asunto más descabellado que había oído jamás. Yo lo acompañé en
la expedición, porque había apostado un buen dinero a que no lo haría, y no quería que
volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a su tripropulsor, que él había
preparado convirtiéndolo en algo completamente distinto, recorrimos tres parsecs en cosa
de semanas, entramos todavía no sé cómo en un megavión, avanzamos hacia el puente
blandiendo pistolas de juguete y pedimos castañas. No he visto cosa más absurda. Perdí
un año de dinero para gastos. ¿Y para qué? Para castañas.»
- El capitán era un tipo realmente impresionante, Yooden Vranx -dijo Zaphod-. Nos dio
comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de
castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos teletransportó.
Al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse. Era un tipo excelente.
Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una pausa.
En aquellos momentos, la escena que les envolvía se llenó de oscuridad. Una niebla
negra se levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se movían furtivamente entre
las sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos que unos seres ilusorios
hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a bastante gente le hubiera
gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por una suma de dinero.
- Ford -dijo Zaphod en voz baja.
- Justo antes de morir, Yooden vino a verme.
- ¿Cómo? Nunca me lo has dicho.
- No.
- ¿Qué te dijo? ¿Para qué fue a verte?
- Me contó lo del Corazón de Oro. La idea de que yo lo robara se le ocurrió a él.
- ¿A él?
- Sí -dijo Zaphod-, y la única posibilidad de robarlo era en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un momento, boquiabierto de asombro, y luego soltó una estrepitosa
carcajada.
- ¿Quieres decirme que te presentaste a la Presidencia de la Galaxia sólo para robar
esa nave?
- Eso es -admitió Zaphod, con la especie de sonrisa que hace que a mucha gente se la
encierre en una habitación de paredes acolchadas.
- Pero ¿por qué? -le preguntó Ford-. ¿Por qué era tan importante poseerla?

- No lo sé -respondió Zaphod-, creo que si supiera conscientemente por qué era tan
importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en las pantallas de las pruebas
cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden me contó un montón de cosas que
aún siguen bloqueadas.
- De modo que crees que te hiciste un lío en tu propio cerebro como resultado de la
conversación que Yooden mantuvo contigo...
- Tenía una endiablada capacidad de convicción.
- Sí, pero Zaphod, viejo amigo, es preciso que cuides de ti mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió de hombros.
- ¿No tienes ninguna idea de las razones de todo esto? -le preguntó Ford.
Zaphod lo pensó mucho y pareció sentir dudas.
- No -dijo al fin-, me parece que no voy a permitirme descubrir ninguno de mis secretos.
Sin embargo -añadió, tras pensarlo un poco más-, lo comprendo. No confiaría en mí
mismo ni para escupir a una rata.
Un momento después, el último planeta del catálogo desapareció bajo sus plantas y el
mundo real volvió a aparecer.
Estaban sentados en una lujosa sala de espera llena de mesas con tablero de cristal y
premios de proyectos.
Un magratheano de gran talla estaba en pie delante de ellos.
- Los ratones os verán ahora -les dijo.

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