2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte IX

La Guía del autoestopista galáctico es un libro absolutamente notable. Se ha compilado
y recopilado bastantes veces a lo largo de muchos años bajo un cúmulo de direcciones
diferentes. Contiene contribuciones de incontables cantidades de viajeros e
investigadores.
La introducción empieza así:
«El espacio -dice- es grande. Muy grande. Usted simplemente se negará a creer lo
enorme, lo inmensa, lo pasmosamente grande que es. Quiero decir que quizá piense que
es como un largo paseo por la calle hasta la farmacia, pero eso no es nada comparado
con el espacio. Escuche...», y así sucesivamente.
(Más adelante el estilo se asienta un poco, y el libro empieza a contar cosas que
realmente se necesita saber, como el hecho de que el planeta Bethselamin,
fabulosamente hermoso, está ahora tan preocupado por la erosión acumulada de diez mil
millones de turistas que lo visitan al año, que cualquier desproporción entre la cantidad de
alimento que se ingiere y la cantidad que se excreta mientras se está en el planeta, se
elimina quirúrgicamente del peso del cuerpo en el momento de la marcha del visitante: de
manera que siempre que uno vaya al lavabo, es muy importante que le den un recibo.)
Pero, para ser justos, al enfrentarse con la simple enormidad de las distancias entre las
estrellas, han fallado inteligencias mejores que la del autor de la introducción de la Guía.
Hay quienes le invitan a uno a comparar por un momento un cacahuete en Reading y una
nuez pequeña en Johannesburgo, y otros conceptos vertiginosos.
La verdad pura y simple es que las distancias interestelares no caben en la imaginación
humana.
Incluso la luz, que viaja tan deprisa que a la mayoría de las razas les cuesta miles de
años comprender que se mueve, necesita tiempo para recorrer las estrellas. Tarda ocho
minutos en llegar desde la estrella Sol al lugar donde estaba la Tierra, y cuatro años hasta
el vecino estelar más cercano al Sol, Alfa Próxima.
Para que la luz llegue al otro lado de la galaxia, a Damogran, por ejemplo, se necesita
más tiempo: quinientos mil años.
El récord en recorrer esta distancia está por debajo de los cinco años, pero así no se ve
mucho por el camino.
La Guía del autoestopista galáctico dice que si uno se llena los pulmones de aire,
puede sobrevivir en el vacío absoluto del espacio unos treinta segundos. Sin embargo,
añade que, como el espacio es de tan pasmosa envergadura, las probabilidades de que a
uno lo recoja otra nave en esos treinta segundos son de doscientas sesenta y siete mil
setecientas nueve contra una.
Por una coincidencia asombrosa, ése también era el número de teléfono de un piso de
Islington donde Arthur asistió una vez a una fiesta magnífica en la que conoció a una
chica preciosa con quien no pudo ligar, pues ella se decidió por uno que acudió sin
invitación.
Como el planeta Tierra, el piso de Islington y el teléfono ya están demolidos, resulta
agradable pensar que en cierta pequeña medida todos quedan conmemorados por el
hecho de que Ford y Arthur fueron rescatados veintinueve segundos más tarde.

Un ordenador parloteaba alarmado consigo mismo al darse cuenta de que una escotilla
neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello se debía a que la Razón había salido a comer.
Un agujero acababa de aparecer en la galaxia. Era exactamente una insignificancia
que duró un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de ancho y de muchos
millones de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse, montones de sombreros de papel y de globos de fiesta cayeron y se
esparcieron por el universo. Un equipo de analistas de mercado, de dos metros y
diecisiete centímetros de estatura, cayeron y murieron, en parte por asfixia y en parte por
la sorpresa.
Doscientos treinta y nueve mil huevos Poco fritos cayeron a su vez, materializándose
en un enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que sufría el azote del hambre,
en el sistema de Pansel.
Toda la tribu de Poghril había muerto de hambre salvo el último de sus miembros, un
hombre que murió por envenenamiento de colesterol unas semanas más tarde.
La nada de un segundo por la cual se abrió el agujero, rebotó hacia atrás y hacia
delante en el tiempo de forma enteramente increíble. En alguna parte del pasado más
remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo de átomos que vagaban por
el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran en unas figuras sumamente
improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a reproducirse a sí mismas (eso era
lo más extraordinario de dichas figuras) y continuaron causando una confusión enorme en
todos los planetas por los que pasaban a la deriva. Así es como empezó la vida en el
Universo.
Cinco Torbellinos Contingentes provocaron violentos remolinos de sinrazón y vomitaron
una acera.
En la acera yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes como peces medio muertos.
- Ahí lo tienes -masculló Ford, luchando por agarrarse con un dedo a la acera, que
viajaba a toda velocidad por el Tercer Tramo de lo Desconocido-, ya te dije que se me
ocurriría algo.
- Pues claro -comentó Arthur-, naturalmente.
- He tenido la brillante idea -explicó Ford- de encontrar a una nave que pasaba y hacer
que nos rescatara.
El auténtico universo se perdía bajo ellos, en un arco vertiginoso. Varios universos
fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses. Estalló la luz original,
lanzando salpicaduras de espacio- tiempo como trocitos de crema de queso. El tiempo
floreció, la materia se contrajo. El más número primo se aglutinó en silencio en un rincón y
se ocultó para siempre.
- ¡Vamos, déjalo! -dijo Arthur-. Las probabilidades en contra eran astronómicas.
- No protestes. Ha dado resultado -le recordó Ford.
- ¿En qué clase de nave estamos? -preguntó Arthur mientras el abismo de la eternidad
se abría a sus pies.
- No lo sé -dijo Ford-, todavía no he abierto los ojos.
- Ni yo tampoco -dijo Arthur.
El Universo dio un salto, quedó paralizado, trepidó y se expandió en varias direcciones
inesperadas.
Arthur y Ford abrieron los ojos y miraron en torno con enorme sorpresa.
- ¡Santo Dios! -exclamó Arthur-. ¡Si parece la costa de Southend!
- Oye, me alegro de que digas eso -dijo Ford.
- ¿Por qué?
- Porque pensé que me estaba volviendo loco.
- A lo mejor lo estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró esa posibilidad.
- Bueno, ¿lo has dicho o no lo has dicho? -inquirió.
- Creo que sí -dijo Arthur.
- Pues tal vez nos estemos volviendo locos los dos.
- Sí -admitió Arthur-. Si lo pensamos bien, tenemos que estar locos para pensar que
eso es Southend.
- Bueno, ¿crees que es Southend?
- Claro que sí.
- Yo también.
- En ese caso, debemos estar locos.
- No es mal día para estarlo.
- Sí -dijo un loco que pasaba por allí.
- ¿Quién era ése? -preguntó Arthur.
- ¿Quién? ¿Ese hombre de las cinco cabezas y el matorral de saúco plagado de
arenques?
- Sí.
- No lo sé. Cualquiera.
- Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud observaron cómo unos niños
grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de caballos salvajes cruzaban
horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas reforzadas a las Zonas Inciertas. -
¿Sabes una cosa? -dijo Arthur tosiendo ligeramente-; si esto es Southend, hay algo muy
raro...
- ¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los edificios fluyen de un lado
para otro? -dijo Ford.
- Sí, a mí también me ha parecido raro. En realidad -prosiguió mientras el Southend se
partía con un enorme crujido en seis segmentos iguales que danzaron y giraron entre
ellos hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos, -pasa algo absolutamente
rarísimo.
Un rumor ululante y enloquecido de gaitas y violines pasó agostando el viento,
cosquillas calientes saltaron de la carretera a diez peniques la pieza, el cielo descargó
una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron darse a la fuga.
Se precipitaron entre densas murallas de sonido, montañas de ideas arcaicas, valles de
música ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles murciélagos y, súbitamente, oyeron
la voz de una muchacha.
Parecía una voz muy sensible, pero lo único que dijo, fue: - Dos elevado a cien mil
contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en un rayo de luz y dio vueltas de un lado para otro tratando de encontrar
el origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera creer seriamente.
- ¿Qué era esa voz? -gritó Arthur.
- No lo sé -aulló Ford-, no lo sé. Parecía un cálculo de probabilidades.
- ¡Probabilidades! ¿Qué quieres decir?
- Probabilidades; ya sabes, como dos a uno, tres a uno, cinco contra cuatro. Ha dicho
dos elevado a cien mil contra uno. Eso es algo muy improbable, ¿sabes?
Una tina de cuatro millones de litros de natillas se puso verticalmente encima de ellos
sin aviso previo.
- Pero ¿qué quiere decir eso? - Chilló Arthur.
- ¿El qué, las natillas?
- ¡No, el cálculo de probabilidades!
- No lo sé. No sé nada de eso. Creo que estamos en una especie de nave.
- No puedo menos de suponer -dijo Arthur- que éste no es un departamento de primera
clase.
En la urdimbre del espacio-tiempo empezaron a surgir protuberancias. Feos y enormes
bultos.
- Auuuurrrgghhh... -exclamó Arthur al sentir que su cuerpo se ablandaba y se arqueaba
en direcciones insólitas-. El Southend parece que se está fundiendo.... las estrellas se
arremolinan..., ventarrones de polvo.... las piernas se me van con el crepúsculo.... y el
brazo izquierdo también se me sale. Se le ocurrió una idea aterradora y añadió:
¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de lectura directa?
Miró desesperado a su alrededor, buscando a Ford.
- Ford -le dijo-, te estás convirtiendo en un pingüino. Déjalo.
De nuevo oyeron la voz.
- Dos elevado a setenta y cinco mil contra uno, y disminuyendo.
Ford chapoteó en su charca describiendo un círculo furioso.
- ¡Eh! ¿Quién es usted? -graznó como un pato-. ¿Dónde está? Dígame lo que pasa y si
hay algún medio de pararlo.
- Tranquilícese, por favor -dijo la voz en tono amable, como la azafata de un avión al
que sólo le queda un ala y uno de cuyos motores está incendiado-, están ustedes
completamente a salvo.
- ¡Pero no se trata de eso! -bramó Ford-. Sino de que ahora soy un pingüino
completamente a salvo, y de que mi compañero se está quedando rápidamente sin
extremidades.
- Está bien, ya las he recuperado -anunció Arthur.
- Dos elevado a cincuenta mil contra uno, y disminuyendo -dijo la voz.
- Reconozco -dijo Arthur- que son más largas de lo que me gustan, pero...
- ¿Hay algo -chilló Ford como un pájaro furioso- que crea que debe decirnos?
La voz carraspeo. Un petit tour gigantesco brincó en la lejanía.
- Bienvenidos a la nave espacial Corazón de Oro -dijo la voz.
Y la voz prosiguió:
- Por favor, no se alarmen por nada que oigan o vean a su alrededor. Seguramente
sentirán ciertos efectos nocivos al principio, pues han sido rescatados de una muerte
cierta a una escala de improbabilidad de dos elevado a doscientos setenta y seis mil
contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala de dos elevado a veinticinco
mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos la normalidad en cuanto estemos
seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a veinte mil contra uno y
disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se encontraron en un pequeño cubículo luminoso de color rosa.
Ford estaba frenéticamente exaltado.
- ¡Arthur! -exclamó-. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido una nave propulsada por la
Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es increíble! ¡Ya había oído rumores sobre eso!
¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo conseguido! ¡Han logrado la
Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es... ¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo tratando de mantenerla cerrada,
pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los dedos manchados de tinta se
colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban locamente.
Arthur alzó la vista.
- ¡Ford! -Exclamó-. Afuera hay un número infinito de monos que quieren hablarnos de
un guión de Hamlet que han elaborado ellos mismos.

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