2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte XI

El Corazón de Oro prosiguió su viaje silencioso por la noche espacial, ahora con una
energía convencional de fotones. Sus cuatro tripulantes se sentían incómodos sabiendo
que no estaban reunidos por su propia voluntad ni por simple coincidencia, sino por una
curiosa perversión de la física, como si las relaciones entre la gente estuvieran sujetas a
las mismas leyes que regían la relación entre átomos y moléculas.
Cuando cayó la noche artificial de la nave, se sintieron contentos de retirarse a sus
cabinas para tratar de ordenar sus ideas.
Trillian no podía dormir. Se sentó en un sofá y contempló una jaula pequeña que
contenía sus únicos y últimos vínculos con la Tierra: dos ratones blancos que llevó
consigo tras lograr el permiso de Zaphod. Esperaba no volver a ver más el planeta, pero
se sintió inquieta al conocer las noticias de su destrucción. Le parecía remoto e irreal, y no
hallaba medio de recordarlo. Observó a los ratones corriendo por la jaula y pisando
furiosamente los pequeños peldaños de su rueda de plástico, hasta que ocuparon toda su
atención. De pronto se estremeció y volvió al puente, a vigilar las lucecitas y cifras
centelleantes que marcaban el avance de la nave a través del vacío. Tuvo deseos de
saber qué era lo que estaba tratando de no pensar.
Zaphod no podía dormir. El también deseaba saber qué era lo que él mismo no se
permitía pensar. Hasta donde podía recordar, tenía una vaga e insistente sensación de no
encontrarse allí. Durante la mayor parte del tiempo fue capaz de dejar a un lado
semejante idea y no preocuparse por ella, pero había vuelto a surgir por la súbita e
inexplicable llegada de Ford Prefect y Arthur Dent. En cierto modo, aquello parecía
obedecer a un plan que no comprendía.
Ford no podía dormir. Estaba demasiado entusiasmado por encontrarse nuevamente
en marcha. Habían terminado quince años de práctica reclusión, justo cuando estaba
empezando a abandonar toda esperanza. Merodear con Zaphod durante una temporada
prometía ser muy divertido, aunque había algo un tanto raro en su medio primo que no
podía determinar. El hecho de haberse convertido en Presidente de la Galaxia era
francamente sorprendente, igual que la forma de dejar el cargo. ¿Obedecía aquello a
algún motivo? Era inútil preguntárselo a Zaphod, pues él nunca parecía tener una razón
para ninguno de sus actos: había convertido lo insondable en una forma artística.
Abordaba todas las cosas de la vida con una mezcla de genio extraordinario y de ingenua
incompetencia que con frecuencia resultaba difícil distinguir.
Arthur dormía: estaba tremendamente cansado.
Hubo un golpecito en la puerta de Zaphod. Se abrió.
- ¿Zaphod...?
- ¿Sí?
La figura de Trillian se destacó en el óvalo de luz.
- Creo que acabamos de encontrar lo que estabas buscando.
- ¿Ah, sí?
Ford abandonó todo propósito de dormir. En un rincón de su cabina había un pequeño
ordenador con pantalla y teclado. Se sentó ante él durante un rato con intención de
redactar un artículo nuevo para la Guía sobre el tema de los vogones, pero no se le
ocurrió nada bastante mordaz, así que desistió. Se envolvió en una túnica y se fue a dar
un paseo hasta el puente.
Al entrar, se sorprendió al ver dos figuras, que parecían entusiasmadas, inclinadas
sobre los instrumentos.
- ¿Lo ves? La nave está a punto de entrar en órbita -decía Trillian-. Ahí hay un planeta.
En las coordenadas exactas que tú habías previsto.
Zaphod oyó un ruido y alzó la vista.
- ¡Ford! -susurró-. Ven acá y echa un vistazo a esto.
Ford se acercó y miró. Era una serie de cifras que titilaban en la pantalla.
- ¿Reconoces esas coordenadas galácticas? -le preguntó Zaphod.
- No.
- Te daré una pista. ¡Ordenador!
- ¡Hola, pandilla! -saludó con entusiasmo el ordenador-. Se está animando la tertulia,
¿verdad?
- Cierra el pico -le ordenó Zaphod- y muéstranos las pantallas.
Se apagó la luz del puente. Puntos luminosos recorrieron las consolas y reflejaron
cuatro pares de ojos que miraban fijamente las pantallas del monitor exterior.
No se veía absolutamente nada en ellas. - ¿Lo reconoces? -susurró Zaphod. Ford
frunció el ceño.
- Pues no -dijo.
- ¿Qué ves?
- Nada.
- ¿Lo reconoces?
- Pero ¿de qué hablas?
- Estamos en la Nebulosa Cabeza de Caballo. Una vasta nube negra.
- ¿Y querías que lo reconociese en una pantalla en blanco? - El interior de una
nebulosa negra es el único sitio de la Galaxia donde puede verse una pantalla negra.
- Muy bueno.
Zaphod se echó a reír. Era evidente que estaba muy entusiasmado por algo, casi de
manera infantil.
- ¡Eh, esto pasa de castaño oscuro, es verdaderamente extraordinario!
- ¿Qué tiene de maravilloso el estar atascados en una nube de polvo? -preguntó Ford.
- ¿Qué te figuras que se puede encontrar aquí? -le insistió Zaphod.
- Nada.
- ¿Ni estrellas? ¿Ni planetas?
- No.
- ¡Ordenador! -gritó Zaphod-. Gira el ángulo de visión uno- ochenta grados y no digas
nada!
Durante un momento pareció que no pasaba nada, luego apareció un punto luminoso y
brillante al extremo de la enorme pantalla. La atravesó una estrella roja del tamaño de una
bandeja pequeña, seguida velozmente por otra: un sistema binario. Entonces, una
enorme luna creciente se dibujó en una esquina de la imagen: un resplandor rojo que se
iba fundiendo en negro, el lado del planeta donde era de noche.
- ¡Lo encontré! -gritó Zaphod, dando un puñetazo en la consola-. ¡Lo encontré!
Ford lo miró fijamente, asombrado.
- ¿El qué? -preguntó.
- Ese... -dijo Zaphod-, es el planeta más increíble que jamás existió.
(Cita de la Guía del autoestopista galáctico, página 634784, sección 5. Artículo:
Magrathea)
Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos
días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de
impuestos.
Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos, buscando aventuras y
recompensas por las partes más recónditas del espacio galáctico. En aquella época, los
espíritus eran valientes, los premios eran altos, los hombres eran hombres de verdad, las
mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro eran
verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro. Y todos se atrevían a
enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas importantes, a dividir
audazmente infinitivos que nadie bahía dividido antes; y así fue como se forjó el Imperio.
Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural
de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al menos
nadie que valiera la pena mencionar. Y para todos los mercaderes más ricos y prósperos,
la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que, en
consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos
era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de
la tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz rosa
incorrecto.
Y así se crearon las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada:
la construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de tal industria era el planeta
Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban materia por agujeros blancos del
espacio para convertirla en planetas soñados: planetas de oro, planetas de platino,
planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos encantadoramente construidos
para que cumplieran con las normas exactas que los hombres más ricos de la Galaxia
Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto llegó a ser el planeta más
rico de todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido a la pobreza más
abyecta. Y así se quebró la organización social, se derrumbó el Imperio y un largo y
lóbrego silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos, únicamente turbado por
el garabateo de las plumas de los eruditos mientras trabajaban hasta entrada la noche en
pulcros tratados sobre el valor de la planificación en la política económica.
Magrathea desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la oscuridad de la leyenda.
En estos tiempos ilustrados, por supuesto que nadie cree una palabra de ello.
Arthur se despertó por el ruido de la discusión y se dirigió al puente. Ford estaba
agitando los brazos.
- Estás loco, Zaphod -decía-. Magrathea es un mito, un cuento de hadas, es lo que los
padres cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean economistas cuando
crezcan, es...
- Y en su órbita es donde estamos en estos momentos -insistió Zaphod.
- Escucha, no sé dónde estarás tú en órbita, personalmente, pero esta nave...
- ¡Ordenador! -gritó Zaphod. - ¡Oh, no!
- ¡Hola, chicos! Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me siento muy animado y sé
que me lo voy a pasar muy bien con cualquier programa que penséis encomendarme.
Arthur miró inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas de que se acercara, pero que
permaneciera callado.
- Ordenador -dijo Zaphod-, vuelve a indicarnos nuestra trayectoria actual.
- Será un auténtico placer, compadre -farfulló. - En estos momentos nos encontramos
en órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta kilómetros en tomo al legendario planeta
Magrathea.
- Eso no demuestra nada -arguyó Ford-. No me fiaría de este ordenador ni para saber
lo que peso.
- Claro que podría decírtelo -dijo el ordenador, entusiasmado, marcando más cinta de
teleimpresor-. Incluso podría averiguar qué problemas de personalidad tienes hasta diez
puntos decimales, si eso te sirviera de algo.
- Zaphod -dijo Trillian, interrumpiendo al ordenador-, en cualquier momento pasaremos
a la parte de ese planeta en que es de día..., sea el que sea.
- Oye, ¿qué quieres decir con eso? El planeta está donde yo dije que estaría, ¿no es
así?
- Sí, sé que ahí hay un planeta. Yo no discuto cuál sea, sólo que no distinguiría a
Magrathea de cualquier otro pedazo de roca inerte. Está amaneciendo, si es que
necesitas luz.
- De acuerdo, de acuerdo -murmuró Zaphod-, que por lo menos se regocijen nuestros
ojos. ¡Ordenador!
- ¡Hola, chicos! ¿Qué puedo hacer...?
- Limítate a cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica del planeta.
Las pantallas se llenaron de nuevo con una masa informe y oscura: el planeta giraba
bajo ellos.
Durante un momento lo observaron en silencio, pero Zaphod estaba impaciente y
nervioso.
- Estamos cruzando el lado de la noche... -dijo con un murmullo.
El planeta seguía girando.
- Tenemos la superficie del planeta a cuatrocientos cincuenta Kilómetros debajo de
nosotros... -prosiguió Zaphod.
Trataba de crear la sensación de que se hallaban ante un acontecimiento, ante lo que
él creía que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido por la reacción escéptica
de Ford. ¡Magrathea!
- Dentro de unos segundos -continuó, lo veremos... ¡Allí!
El acontecimiento se produjo por sí solo. Incluso el más avezado vagabundo de las
estrellas no podía menos que estremecerse ante la visión espectacular de una aurora del
espacio, pero una aurora binaria es una de las maravillas de la Galaxia.
Un súbito punto de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad. Aumentó
gradualmente y se extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al cabo de unos
segundos se vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego blanco la línea
del horizonte. Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina atmósfera.
- ¡Los fuegos de la aurora! -jadeó Zaphod-. ¡Los soles gemelos de Soulianis y Rahm...!
- O cualquier otra cosa -apostilló Ford en voz baja.
- ¡Soulianis y Rahm! -insistió Zaphod.
Los soles resplandecieron en la bóveda del espacio y una música sorda y lúgubre flotó
por el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba mucho a los humanos.
Ford sintió una emoción profunda al contemplar el espectáculo luminoso, pero no era
más que el entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y extraño; le bastaba con verlo
tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera impuesto en la escena una
fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de Magrathea eran camelos para niños.
¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por ello que estaba
habitado por las hadas?
A Arthur le parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se acercó a Trillian y le
preguntó lo que pasaba.
- Yo sólo sé lo que me ha dicho Zaphod -susurró Trillian-. Al parecer, Magrathea es una
especie de leyenda antigua en la que nadie cree verdaderamente. Es algo parecido a la
Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos construían planetas.
Arthur miró a las pantallas y parpadeó con la sensación de que echaba de menos algo
importante. De pronto comprendió lo que era.
- ¿Hay té en esta nave? -preguntó.
Más partes del planeta se desplegaban a sus ojos a medida que el Corazón de Oro
proseguía su órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo negro, había acabado la
pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía yerma y ominosa a la ordinaria
luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos. Parecía muerta y fría como una
cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores en el horizonte lejano:
barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida que se aproximaban, las
líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y nada dejaban traslucir. La
superficie del planeta estaba empañada por el tiempo, por el leve movimiento del tenue
aire estancado que la había envuelto a lo largo de los siglos.
No cabía duda de que era viejísimo.
Un momento de incertidumbre asaltó a Ford mientras veía moverse bajo ellos el paisaje
gris. Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo como una presencia.
Carraspeó.
- Bueno, y aun suponiendo que sea...
- Lo es -le interrumpió Zaphod.
-...que no lo es -prosiguió Ford-, ¿qué quieres hacer en él, de todos modos? Ahí no hay
nada.
- En la superficie, no -dijo Zaphod.
- Muy bien, supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás aquí sólo por su
arqueología industrial. ¿Qué es lo que buscas?
Una de las cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en la misma dirección para
ver qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada en particular.
- Pues he venido en parte por curiosidad -dijo Zaphod en tono frívolo-, y en parte por
sed de aventuras, pero principalmente creo que por fama y dinero...
Ford le lanzó una mirada virulenta. Le daba la muy sólida impresión de que Zaphod no
tenía la más mínima idea de por qué había ido allí.
- ¿Sabes una cosa? -dijo Trillian, estremeciéndose-, no me gusta nada el aspecto del
planeta
- ¡Bah! No hagas caso -le aconsejó Zaphod-. Con toda la riqueza del antiguo Imperio
Galáctico escondida en alguna parte, puede permitirse esa apariencia desaliñada.
Tonterías, pensó Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de alguna civilización
antigua ya convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de cosas sumamente
improbables, era imposible que allí se guardasen grandes tesoros y riquezas en cualquier
forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de hombros.
- Creo que es un planeta muerto -dijo.
En la actualidad, la fatiga y la tensión nerviosa constituyen serios problemas sociales
en todas las partes de la galaxia, y para que tal situación no se agrave es por lo que se
revelarán de antemano los hechos siguientes:
El planeta en cuestión es efectivamente el legendario Magrathea.
El mortífero ataque con proyectiles teledirigidos que iba a desencadenarse a
continuación por un antiguo dispositivo automático de defensa, se resolverá simplemente
en la ruptura de tres tazas de café y de una jaula de ratones, en ciertas magulladuras de
alguien en el antebrazo, en la intempestiva creación y súbito fallecimiento de un tiesto de
petunias y de una ballena inocente.
Con el fin de preservar cierta sensación de misterio, aún no se harán revelaciones
concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el antebrazo. Este hecho puede
convertirse con toda seguridad en tema de suspense porque no tiene importancia alguna.
Tras comenzar el día de manera bastante agitada, Arthur empezaba a reunir los
fragmentos en que había quedado reducida su mente tras las conmociones de la jornada
anterior. Encontró una máquina Nutrimática que le proveyó de una taza de Plástico llena
de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té. La manera en
que funcionaba era muy interesante. Cuando se apretaba el botón de «Bebida», la
máquina hacía un reconocimiento rápido, pero muy detallado, de los gustos del sujeto,
para luego realizar un análisis espectroscópico de su metabolismo y enviar tenues
señales experimentales a las zonas neurálgicas de los centros del gusto del cerebro con
el fin de averiguar lo que era de su agrado. Sin embargo, nadie sabía exactamente por
qué lo hacía, porque de modo invariable siempre suministraba una taza de líquido que era
casi, pero no del todo, enteramente distinto del té. La Nutrimática se proyectó y fabricó en
la Compañía Cibernética Sirius, cuyo departamento de reclamaciones ocupa en estos
momentos todas las grandes áreas de tierra más importantes del sistema estelar de Sirius
Tau.
Arthur bebió el líquido y lo encontró tonificante. Volvió a mirar a las pantallas y vio
pasar otros centenares de kilómetros de yermos grises. De pronto se le ocurrió hacer una
pregunta que le estaba preocupando.
- ¿No hay peligro?
- Magrathea está muerto desde hace cinco millones de años -dijo Zaphod-. Claro que
no hay peligro. A estas alturas, incluso los fantasmas deben haber sentado la cabeza y
tendrán familia.
En ese momento, un sonido extraño e inexplicable retembló por el puente: un ruido de
fanfarria lejana, un rumor sordo, agudo, inmaterial. Precedió a una voz igualmente sorda,
aguda e inmaterial.
- Se os saluda... -dijo la voz. Les hablaba alguien del planeta muerto.
- ¡Ordenador! -gritó Zaphod.
- ¡Hola, chicos!
- ¿Qué fotón es ése?
- Pues no es más que una cinta de unos cinco millones de años que han puesto para
nosotros.
- ¿Cómo? ¿Una grabación?
- ¡Chsss! -dijo Ford-. Sigue hablando.
La voz era vieja, cortés, casi encantadora, pero tenía un inequívoco matiz de amenaza.
- Este es un aviso grabado dijo-, pues me temo que en este momento no existamos
ninguno de nosotros. El Consejo comercial de Magrathea os agradece vuestra estimada
visita...
- ¡Una voz del antiguo Magrathea! -gritó Zaphod.
- Muy bien, muy bien -dijo Ford.
-...pero lamentamos -prosiguió la voz- que el planeta esté temporalmente retirado de
los negocios. Gracias. Si tenéis la bondad de dejar vuestro nombre y la dirección de un
planeta donde se os pueda localizar, decidlo cuando oigáis la señal.
Siguió un breve zumbido; luego, silencio.
- Quieren librarse de nosotros -dijo nerviosamente Trillian-. ¿Qué hacemos?
- No es más que una grabación -dijo Zaphod-. Seguimos adelante. ¿Entendido,
ordenador?
- Entendido -contesto el ordenador, dando a la nave un empuje veloz.
Esperaron.
Al cabo de un segundo más o menos, volvieron a oír la fanfarria, y luego la voz.
- Nos complace comunicaras que tan pronto como reanudemos el trabajo,
anunciaremos en todas las revistas de moda y suplementos en color cuándo podrán
nuestros clientes volver a elegir entre todo lo mejor de nuestra geografía contemporánea.
- La amenaza que había en la voz adoptó un matiz más cortante-. Entretanto,
agradecemos a nuestros clientes su amable interés, pidiéndoles que se marchen. Ahora
mismo.
Arthur volvió la cabeza para mirar las caras nerviosas de sus compañeros.
- Bueno, entonces creo que será mejor que nos vayamos, ¿no?
- ¡Chsss! -dijo Zaphod-. No hay absolutamente nada que temer.
- Entonces, ¿por qué está todo el mundo tan nervioso?
- ¡Sólo están interesados! -gritó Zaphod-. ¡Ordenador!, inicia un descenso en la
atmósfera y prepárate para aterrizar.
Esta vez, la fanfarria era bastante rutinaria y la voz claramente fría.
- Resulta muy grato -dijo- que vuestro entusiasmo por nuestro planeta permanezca
intacto, por lo que nos gustaría comunicaros que los proyectiles teledirigidos que en estos
momentos apuntan a vuestra nave forman parte de un servicio especial que aplicamos a
nuestros clientes más entusiastas, y que las olivas nucleares de que todos están provistos
no son, por supuesto, más que un detalle de cortesía. Esperamos que sigáis siendo
nuestros clientes en las vidas futuras... Gracias.
La voz se interrumpió bruscamente.
- ¡Oh! -dijo Trillian.
- Hmm -dijo Arthur.
- ¿Y bien? -dijo Ford.
- Pero ¿es que no os entra en la cabeza? -dijo Zaphod-. No es más que un mensaje
grabado. De hace millones de años. A nosotros no nos concierne, ¿entendido?
- ¿Qué me dices de los proyectiles teledirigidos? -preguntó tranquilamente Trillian.
- ¿Proyectiles? No me hagas reír.
Ford dio un golpecito a Zaphod en el hombro y señaló a la pantalla trasera. Detrás de
ellos, en la lejanía, dos dardos plateados ascendían por la atmósfera hacia la nave. Una
rápida ampliación de imagen los enfocó claramente: dos cohetes macizos y auténticos
que surcaban el cielo como un trueno. La rapidez de su aparición era pasmosa.
- Me parece que van a hacer lo posible para que nos concierna -dijo Ford.
Zaphod los miraba fijamente, asombrado.
- ¡Oye, esto es tremendo! -exclamó!. ¡Ahí abajo hay alguien que quiere matarnos!
- Tremendo -repitió Arthur.
- Pero ¿no comprendes lo que eso significa?
- Sí. Vamos a morir.
- Sí, pero aparte de eso.
- ¿Aparte de qué?
- ¡Significa que debemos haber encontrado algo!
- ¿Y cuándo podemos dejarlo?
Segundo a segundo, la imagen de los proyectiles crecía en la pantalla. Ya habían
virado y se dirigían en línea recta a su objetivo, de manera que lo único que ahora veían
de ellos eran las ojivas nucleares, con la cabeza por delante.
- Tengo curiosidad -dijo Trillian-, por saber qué vamos a hacer.
- Mantenernos tranquilos -le contestó Zaphod.
- ¿Eso es todo? -gritó Arthur.
- No, también vamos a... hmm..., ¡a realizar una operación evasiva! -dijo Zaphod con un
repentino acceso de pánico-. ¡Ordenador! ¿Qué operación evasiva podemos realizar?
- Hmm, me temo que ninguna, muchachos -dijo el ordenador.
-...o algo así..., hmm... -dijo Zaphod.
- Parece que hay algo que entorpece mis circuitos de dirección -explicó animadamente
el ordenador. Recibiremos el impacto a menos cuarenta y cinco segundos. Por favor,
llamadme Eddie, si eso os ayuda a tranquilizaras.
Zaphod trató de correr en varias direcciones igualmente decisivas al mismo tiempo.
- ¡Muy bien! -dijo. -Hmm..., tenemos que hacernos con el control manual de la nave.
- ¿Sabes manejarla? -le preguntó Ford en tono agradable.
- No, ¿Y tú?
- No.
- ¿Sabes tú, Trillian?
- No.
- Estupendo -dijo Zaphod, tranquilizándose. Lo haremos juntos.
- Yo tampoco sé -dijo Arthur, que pensaba que ya era hora de afirmarse.
- Me lo figuraba -dijo Zaphod-. Muy bien; ordenador, quiero pleno control manual de la
nave.
- Ya lo tienes -dijo el ordenador.
Se abrieron unos anchos pupitres llenos de paneles y de ellos surgieron filas de
consolas de mando, lanzando sobre los tripulantes una lluvia de trozos de la envoltura de
poliestireno dilatado y bolas de celofán arrugado: los controles nunca se habían utilizado
antes.
Zaphod los miró con ojos frenéticos.
- Muy bien, Ford -dijo-, dale todo hacia atrás y diez grados a estribor. O algo así...
- Buena suerte chicos -gorjeó el ordenador, impacto a menos treinta segundos...
Ford se precipitó de un salto ante los controles; sólo unos cuantos le decían algo, así
que los manipuló. La nave se estremeció y crujió mientras sus cohetes de propulsión a
chorro intentaban ir en todas direcciones al mismo tiempo. Soltó la mitad y la nave viró en
un estrecho arco volviendo por donde había venido, directamente hacia los proyectiles
que se acercaban.
Balones de aire almohadillaron las paredes en el preciso instante en que todos se
vieron arrojados contra ellas. Durante unos segundos, la fuerza de la inercia los aplastó,
dejándolos jadeantes, incapaces de moverse. Zaphod luchó por liberarse con furiosa
desesperación, y finalmente logró asestar una patada brutal a una palanca pequeña que
formaba parte del circuito de dirección.
La palanca se rompió. La nave giró bruscamente y salió disparada hacia arriba. Los
tripulantes se desperdigaron violentamente por la cabina. El ejemplar de Ford de la Guía
del autoestopista galáctico chocó contra otra sección de la consola de mandos, con el
doble resultado de que la guía empezó a explicar a cualquiera que quisiese oírla la mejor
forma de sacar de Antares glándulas de periquitos antereanos de contrabando (una
glándula de periquito ensartada en un palillo es una exquisitez escandalosa pero muy
solicitada después de un cóctel, y con frecuencia las adquieren por fuertes sumas de
dinero unos idiotas riquísimos que quieren impresionar a otros riquísimos idiotas), y de
pronto cayó la nave del cielo como una piedra.
Desde luego, fue más o menos en ese momento cuando uno de los tripulantes sufrió
una magulladura desagradable en el brazo. Esto debe hacerse notar porque, como ya se
ha dicho, por lo demás escaparon completamente ilesos, y los mortíferos proyectiles
nucleares no llegaron a alcanzar la nave. La seguridad de la tripulación queda
absolutamente asegurada.
- Impacto a menos veinte segundos, chicos... -dijo el ordenador.
- ¡Entonces vuelve a conectar los puñeteros motores! -gritó Zaphod a voz en cuello.
- Pues claro, muchachos -dijo el ordenador. Con un tenue rugido los motores volvieron
a encenderse, la nave dejó de caer, se enderezó suavemente y se dirigió otra vez hada
los proyectiles.
El ordenador empezó a cantar.
- Cuando camines bajo la tormenta... -gimoteó con voz nasal-, lleva la cabeza alta...
Zaphod le gritó que cerrara el pico, pero su voz se perdió en el estruendo de su
inminente destrucción, que con toda razón consideraban inevitable.
- Y no... tengas miedo... de la oscuridad -canturreó Eddie con voz lastimera.
Al enderezarse, la nave quedó al revés, y como estaban tumbados en el techo, a sus
tripulantes les resultaba totalmente imposible manipular los circuitos de dirección.
- Al final de la tormenta... -cantó Eddie con voz suave.
Los dos proyectiles llenaron las pantallas al acercarse estruendosamente hacia la nave.
-...hay un cielo dorado...
Pero por una suerte extraordinaria aún no habían modificado del todo su trayectoria de
acuerdo con los caprichosos virajes de la nave, y pasaron justo por debajo de ella.
- Y la dulce canción plateada de la alondra... Impacto revisado dentro de quince
segundos, tíos... Camina contra el viento...
Los proyectiles chirriaron al virar en redondo y proseguir su persecución.
- Ya está -dijo Arthur al verlos-. Ahora sí que vamos a morir, ¿verdad?
- ¡Ojalá dejaras de decir eso -gritó Ford.
- Pero vamos a morir, ¿no?
- Sí.
- Camina bajo la lluvia... cantó Eddie.
A Arthur se le ocurrió una idea. Se puso en pie a duras penas.
- ¿Por qué no conecta alguien eso de la Energía de la Improbabilidad? -dijo-. Tal vez
podamos alcanzarla.
- ¿Te has vuelto loco? -dijo Zaphod-. Sin una programación adecuada podría pasar
cualquier cosa.
- ¡Y qué importa eso a estas alturas! -gritó Arthur.
- Aunque tus sueños se pierdan y se desvanezcan...
Arthur logró salir de una de las molduras provocativamente regordetas de la pared
curva, por el ángulo del techo.
- Camina, camina, con el corazón lleno de esperanza...
- ¿Sabe alguien por qué no puede Arthur conectar la Energía de la Improbabilidad? -
gritó Trillian.
- Y no caminarás solo... Impacto a menos cinco segundos; ha sido estupendo
conocemos, chicos, que Dios os bendiga... Nun... ca... camines... solo.
- ¡He dicho -gritó Trillian- que sí alguien sabe...
Lo que ocurrió a continuación fue una espantosa explosión de luz y sonido.

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