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Guía del Autoestopista Galáctico Parte VIII

- Aú aú gárgara aú aú aú gárgara aú gárgara aú aú gárgara gárgara gárgara aú
gárgara gárgara gárgara aú srrl uuuurf debería divertirse. Repito el mensaje. Habla el
capitán, de manera que dejad lo que estéis haciendo y prestad atención. En primer lugar,
en los instrumentos veo que tenemos dos autoestopistas a bordo. ¡hola!, dondequiera que
estéis. Sólo quiero que quede absolutamente claro que no sois bienvenidos para nada. He
trabajado mucho para llegar a donde estoy ahora, y no me he convertido en capitán de
una nave constructora vogona sólo para hacer con ella servicio de taxi a un cargamento
de gorrones degenerados. He enviado a un grupo para buscaros, y en cuanto os
encuentren os echaré de la nave. Si tenéis mucha suerte quizás os lea algunos poemas
míos.
«En segundo lugar, estamos a punto de entrar en el hiperespacio de camino a la
Estrella Barnard. Al llegar nos quedaremos setenta y dos horas en el muelle para
aprovisionar, y nadie abandonará la nave durante ese tiempo. Repito, se cancelan todos
los permisos para bajar al planeta. Acabo de tener una desdichada aventura amorosa y
no veo por qué tenga que divertirse nadie. Fin del mensaje.»
Cesó el ruido.
Para su vergüenza, Arthur descubrió que estaba tirado en el suelo hecho un ovillo con
los brazos tapándose la cabeza. Sonrió débilmente.
- Un hombre encantador -dijo-. Ojalá tuviera yo una hija para prohibirle que se casara
con un...
- No lo necesitarías - le interrumpió Ford-. Los vogones tienen tanto atractivo sexual
como un accidente de carretera. No, no te muevas -dijo cuando Arthur empezó a
enderezarse-; será mejor que te prepares para el salto al hiperespacio. Es tan
desagradable como estar borracho.
- ¿Y qué tiene de desagradable el estar borracho?
- Pues que luego pides un vaso de agua.
Arthur se quedó pensándolo.
- Ford -le dijo.
- ¿Sí?
- ¿Qué está haciendo ese pez en mi oído?
- Traduce para ti. Es un pez Babel. Míralo en el libro, si quieres.
Le pasó la Guía del autoestopista galáctico y luego se hizo un ovillo, poniéndose en
posición fetal para prepararse para el salto.
En aquel momento, a Arthur se le abrió la tapa de los sesos.
Sus ojos se volvieron del revés. Los pies se le empezaron a salir por la grieta de la
cabeza.
La habitación se plegó en tomo a él, giró, dejó de existir y él se quedó resbalando en su
propio ombligo.
Entraban en el hiperespacio.
- El pez Babel -dijo en voz baja la Guía del autoestopista galáctico- es pequeño,
amarillo, parece una sanguijuela y es la criatura más rara del Universo. Se alimenta de la
energía de las ondas cerebrales que recibe no del que lo lleva, sino de los que están a su
alrededor. Absorbe todas las frecuencias mentales inconscientes de dicha energía de las
ondas cerebrales para nutrirse de ellas. Entonces, excreta en la mente del que lo lleva
una matriz telepática formada de la combinación de las frecuencias del pensamiento
consciente con señales nerviosas obtenidas de los centros del lenguaje del cerebro que
las ha suministrado. El resultado práctico de todo esto, es que si uno se introduce un pez
Babel en el oído, puede entender al instante todo lo que se diga en cualquier lenguaje.
Las formas lingüísticas que se oyen en realidad, descifran la matriz de la onda cerebral
introducida en la mente por el pez Babel.
»Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan
impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos
pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de la no
existencia de Dios.
»Su argumento es más o menos el siguiente: «Me niego a demostrar que existo», dice
Dios, «porque la demostración anula la fe, y sin fe no soy nada».
»«Pero», dice el hombre, «el pez Babel es una revelación brusca, ¿no es así? No
puede haber evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís, y por lo tanto, según
Vuestros propios argumentos, Vos no. Quod erat demonstrandum».
»«¡Válgame Dios!», dice Dios, «no había pensado en eso», y súbitamente desaparece
en un soplo de lógica.
»«Bueno, eso era fácil», dice el hombre, que vuelve a hacer lo mismo para demostrar
que lo negro es blanco y resulta muerto al cruzar el siguiente paso cebra.
»La mayoría de los principales teólogos afirma que tal argumento es un montón de
patrañas, pero eso no impidió que Oolon Colluphid hiciese una pequeña fortuna al
utilizarlo como tema central de su libro Todo lo que le hace callar a Dios, que fue un éxito
de ventas.
»Entretanto, el pobre pez Babel, al derribar eficazmente todas las barreras de
comunicación entre las diferentes razas y culturas, ha producido más guerras y más
sangre que ninguna otra cosa en la historia de la creación.»
Arthur dejó escapar un gruñido sordo. Se horrorizó al descubrir que el salto al
hiperespacio no lo había matado. Ahora se encontraba a seis años-luz del lugar donde
habría estado la Tierra si no hubiese dejado de existir.
La Tierra.
Por su mente llena de náuseas vagaban estremecedoras visiones de la Tierra. Su
imaginación no tenía medios para asimilar la impresión de que el planeta ya no existiera:
era demasiado grande. Avivó sus sentimientos pensando que sus padres y su hermana
habían desaparecido. No reaccionó. Pensó en toda la gente a quien había querido. No
reaccionó. Entonces pensó en un absoluto desconocido que dos días antes había estado
detrás de él en la cola del supermercado, y sintió una súbita punzada: el supermercado
había desaparecido, junto con todos los que estaban en él. ¡La Columna de Nelson había
desaparecido! La Columna de Nelson había desaparecido, y no se oiría ningún grito
porque no había quedado nadie para darlo. De ahora en adelante, la Columna de Nelson
sólo existiría en su imaginación; en su cabeza, encerrada en aquella húmeda y maloliente
nave espacial forrada de acero. Le envolvió una oleada de claustrofobia.
Inglaterra ya no existía. Eso lo comprendió; en cierto modo, lo entendió. Volvió a
intentarlo. Norteamérica ha desaparecido, pensó. No pudo hacerse a la idea. Decidió
empezar de nuevo por lo más pequeño. Nueva York ha desaparecido. No reaccionó. De
todas formas, nunca había creído que existiera de verdad. El dólar se ha hundido para
siempre, pensó. Experimentó un leve temblor. Todas las películas de Bogart han
desaparecido, se dijo para sí, y eso le produjo un efecto desagradable. McDonald's,
pensó. Ya no existen cosas como las hamburguesas de McDonald's.
Se desvaneció. Un segundo después, cuando volvió en sí, descubrió que lloraba por su
madre.
Se puso en pie de un salto violento.
- ¡Ford!
Ford levantó la vista del rincón donde estaba sentado y, dejando de canturrear en voz
baja, dijo:
- ¿Sí?
- Si eres un investigador de ese libro y has estado en la Tierra, debes haber recogido
datos sobre ella.
- Bueno, sí, pude ampliar un poco el artículo original.
- Entonces, déjame ver lo que dice esta edición; tengo que verlo.
- Sí, muy bien - se lo volvió a pasar.
Arthur lo sostuvo con fuerza, tratando de que le dejaran de temblar las manos. Pulsó el
registro de la página en cuestión. La pantalla destelló, y salieron rayas que se resolvieron
en una página impresa. Arthur la miré fijamente.
- ¡No hay artículo! - estalló.
Ford miró por encima del hombro.
- Sí, lo hay -dijo-; ahí, al fondo de la pantalla, justo debajo de Excéntrica Gallumbits, la
puta de tres tetas de Eroticón 6.
Arthur siguió el dedo de Ford y vio dónde señalaba. Por un momento siguió sin
comprender, luego su cerebro estuvo a punto de estallar.
- ¡Cómo! ¡Inofensiva! ¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¡Inofensiva! ¡una palabra!
Ford se encogió de hombros.
- Bueno, hay cien mil millones de estrellas en la Galaxia, y los microprocesadores del
libro sólo tienen una capacidad limitada de espacio, y, desde luego, nadie sabía mucho de
la Tierra.
- ¡Por amor de Dios! Espero que hayas podido rectificarlo un poco.
- Pues claro, he podido transmitir al editor un artículo nuevo. Tendrá que reducirlo un
poco, pero de todos modos será una mejora.
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- ¿Y qué dirá entonces? -le preguntó Arthur.
- Fundamentalmente inofensiva -admitió Ford, tosiendo con cierto embarazo.
- ¡Fundamentalmente inofensiva! -gritó Arthur.
- ¿Qué ha sido ese ruido? -susurró Ford.
- Era yo, que gritaba -gritó Arthur.
- ¡No! ¡Cállate! -exclamó Ford-. Creo que estamos en apuros.
- ¡Crees que estamos en apuros!
Al otro lado de la puerta se oían pasos de marcha.
- ¿Los dentrassis? -murmuró Arthur.
- No, son botas con suela de acero -dijo Ford.
Llamaron a la puerta con un golpe corto y seco.
- Entonces, ¿quiénes son? -preguntó Arthur.
- Pues si tenemos suerte -contesto Ford-, sólo serán los vogones, que vendrán a
arrojamos al espacio.
- ¿Y si no tenemos suerte?
- Si no tenemos suerte -repuso sombríamente Ford-, el capitán quizá cumpla su
amenaza de leernos primero algunos poemas suyos...
La poesía vogona ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre las peores del Universo. El
segundo corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su principal poeta, Grunthos el
Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla verde que me descubrí en el
sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron de hemorragia interna, y
el presidente del Consejo Inhabilitador de las Artes de la Galdia Media se salvó, perdiendo
una pierna en la huida, Se dice que Grunthos quedó «decepcionado» por la acogida que
había tenido el poema, y estaba a punto de iniciar la lectura de su poema épico en doce
tomos titulado «Mis gorjeos de baño favoritos», cuando su propio intestino grueso, en un
desesperado esfuerzo por salvar la vida y la civilización, le saltó derecho al cuello y le
estranguló.
La peor de todas las poesías pereció junto con su creadora, Paula Nancy Millstone
Jennings, de Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la destrucción del planeta Tierra.
Prostetnic Vogon Jeltz esbozó una lentísima sonrisa. Lo hizo no tanto para causar
impresión como para recordar la secuencia de movimientos musculares. Había, lanzado
un tremendo grito terapéutico a sus prisioneros, y ahora se encontraba muy relajado y
dispuesto a cometer alguna pequeña crueldad.
Los prisioneros se sentaban en los sillones para la Apreciación de la Poesía: atados
con correas. Los vogones no se hacían ilusiones respecto a la acogida general que
recibían sus obras. Sus primeras incursiones en la composición formaban parte de luna
obstinada insistencia para que se les aceptara como una raza convenientemente culta y
civilizada, pero ahora lo único que les hacía persistir era un puro retorcimiento mental.
El sudor corría fríamente por la frente de Ford Prefect, deslizándose por los electrodos
fijados a sus sienes. Los electrodos estaban conectados a la batería de un equipo
electrónico, -intensificadores de imágenes, moduladores rítmicos, residualizadores
aliterativos y demás basura-, proyectado para intensificar la experiencia del poema y
garantizar que no se perdiera ni un solo matiz de la idea del poeta.
Arthur Dent temblaba en su asiento. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero sabía
que no le gustaba nada de lo que había pasado hasta el momento, y no creía que las
cosas fueran a cambiar.
El vogón empezó a leer un hediondo pasaje de su propia invención.
- ¡Oh!, irrinquieta gruflebugle... comenzó a relatar. Los espasmos empezaron a
atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había imaginado.
-...tus micturadones son para mí / Como plurnas manchigraznas sobre una plívida
abeja.
- ¡Aaaaaaarggggghhhhhh! -exclamó Ford Prefect, torciendo la cabeza hacia atrás al
sentirse golpeado por oleadas de dolor. A su lado veía débilmente a Arthur, que se
bamboleaba reclinado en su asiento. Apretó los dientes.
- Groop, a ti te imploro -prosiguió el implacable vogón-, mi gándula bolarina.
Su voz se alzaba llegando a un tono horrible, estridente y apasionado.
- Y asperio me acolses con crujientes ligabujas, / O te rasgaré la verruguería con mi
bérgano, ¡espera y verás!
- ¡Nnnnnnnnnniiiiiiiuuuuuuuugggggghhhhh! -gritó Ford Prefect, sufriendo un espasmo
final cuando la ampliación electrónica del último verso le dio de lleno en las sienes. Perdió
el sentido.
Arthur se arrellanó en el asiento.
- Y ahora, terráqueos... -zumbó el vogón, que ignoraba que Ford Prefect procedía en
realidad de un planeta pequeño de las cercanías de Betelgeuse, aunque si lo hubiera
sabido no le habría importado-, os presento una elección sencilla. O morir en el vacío del
espacio, o... -hizo una pausa para producir un efecto melodramático- decirme qué os ha
parecido mi poema.
Se recostó en un enorme sillón de cuero con forma de murciélago y los contempló.
Volvió a sonreír como antes. seca por los Ford trataba de tomar aliento. Se pasó la lengua
ásperos labios y lanzó un quejido.
- En realidad, a mí me ha gustado mucho - manifestó Arthur en tono vivaz. Ford se
volvió hada él con la boca abierta. Era un enfoque que no se le había ocurrido.
El vogón enarcó sorprendido una ceja que le oscureció eficazmente la nariz, y por lo
tanto no era mala cosa.
- ¡Pero bueno...! -murmuró con perplejidad considerable.
- Pues sí -dijo Arthur-, creo que ciertas imágenes metafísicas tienen realmente una
eficacia singular.
Ford siguió con la vista fija en él, ordenando sus ideas con lentitud ante aquel concepto
totalmente nuevo. ¿Iban a salir de aquello por la cara?
- Sí, continúa... -le invitó el vogón.
- Pues..., y, hmm..., también hay interesantes ideas rítmicas -prosiguió Arthur-, que
parecen el contrapunto de..., hmm... hmm...
Titubeó.
Ford acudió rápidamente en su ayuda, sugiriendo:
-...el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental de... hmm...
Titubeó a su vez, pero Arthur ya estaba listo de nuevo. -...la humanidad del...
- La vogonidad - le sopló Ford.
- ¡Ah, sí! La vogonidad, perdón, del alma piadosa del poeta - Arthur sintió que estaba
en la recta final-, que por medio de la estructura del verso procura sublimar esto,
trascender aquello y reconciliarse con las dicotomías fundamentales de lo otro distaba
alcanzando un crescendo triunfal, y uno se queda con una vívida y profunda intuición de...
de... hmm...
Y de pronto le abandonaron las ideas. Ford se apresuró a dar el coup de gráce:
- ¡De cualquiera que sea el tema de que trate el poema! -gritó; y con la comisura de la
boca, añadió-: Bien jugado, Arthur, eso ha estado muy bien.
El vogón los estudió. Por un momento se emocionó su exacerbado espíritu racial, pero
pensó que no: era un poquito demasiado tarde. Su voz adoptó el timbre de un gato que
arañara nailon pulido.
- De manera que afirmáis que escribo poesía porque bajo mi apariencia de maldad,
crueldad y dureza, en realidad deseo que me quieran -dijo. Hizo una pausa-. ¿Es así?
- Pues yo diría que sí -repuso Ford, lanzando una carcajada nerviosa-. ¿Acaso no
tenemos todos en lo más profundo, ya sabe... hmm...?
El vogón se puso en pie.
- Pues no, estáis completamente equivocados - afirmó-. Escribo poesía únicamente
para complacer a mi apariencia de maldad, crueldad y dureza. De todos modos, os voy a
echar de la nave. ¡Guardia! ¡Lleva a los prisioneros a la antecámara de compresión
número tres y échalos fuera!
- ¡Cómo! -gritó Ford.
Un guardia vogón, joven y corpulento, se acercó a ellos y les desató las correas con
sus enormes brazos gelatinosos.
- ¡No puede echarnos al espacio -gritó Ford-, estamos escribiendo un libro!
- ¡La resistencia es inútil! -gritó a su vez el guardia vogón. Era la primera frase que
había aprendido cuando se alistó al Cuerpo de Guardia vogón.
El capitán observó la escena con despreocupado regocijo y luego les dio la espalda.
Arthur miró a su alrededor con ojos enloquecidos.
- ¡No quiero morir todavía! -gritó-. ¡Aún me duele la cabeza, estaré de mal humor y no
lo disfrutaré!
El guardia los sujetó firmemente por el cuello, hizo una reverencia a la espalda de su
capitán, y los sacó del puente sin que dejaran de protestar. La puerta de acero se cerró y
el capitán quedó solo de nuevo. Canturreó en voz baja y se puso a reflexionar, hojeando
ligeramente su cuaderno de versos.
- Hmmm... -dijo-, el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental... - lo
consideró durante un momento y luego cerró el libro con una sonrisa siniestra.
- La muerte es algo demasiado bueno para ellos - sentenció.
El largo corredor forrado de acero recogía el eco del débil forcejeo de los dos
humanoides, bien apretados bajo las elásticas axilas del vogón.
- Es magnífico -farfulló Ford-, realmente fantástico. ¡Suéltame, bestia!
El guardia vogón siguió arrastrándolos.
- No te preocupes -dijo Ford en tono nada esperanzador-. Ya se me ocurrirá algo.
- La resistencia es inútil! - chilló el guardia.
- No digas eso -tartamudeó Ford-. ¿Cómo se puede mantener una actitud mental
positiva sí dices cosas así?
- ¡Por Dios! -protestó Arthur-. Hablas de una actitud mental positiva, y ni siquiera han
demolido hoy tu planeta. Al despertarme esta mañana, pensé que iba a pasar el día
tranquilo y relajado, que leería un poco, cepillaría al perro... iAhora son más de las cuatro
de la tarde y están a punto de echarme de una nave espacial a seis años-luz de las
humeantes ruinas de la Tierra!
El vogón apretó su presa y Arthur dejó escapar gorgoritos y balbuceos.
- ¡De acuerdo -convino Ford-, pero deja de asustarte!
- ¿Quién ha dicho nada de asustarse? - replicó Arthur-. Esto no es más que una
conmoción cultural. Espera a que me acostumbre a la situación y comience a orientarme.
¡Entonces empezaré a asustarme!
- Te estás poniendo histérico, Arthur. ¡Cierra el pico!
Ford hizo un esfuerzo desesperado por pensar, pero le interrumpió el guardia, que gritó
otra vez:
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Y tú también podrías callarte la boca! -le replicó Ford.
- ¡La resistencia es inútil!
- ¡Pero déjalo ya!
Ford torció la cabeza hasta que pudo mirar de frente al rostro de su captor. Se le
ocurrió una idea.
- ¿De veras te gustan estas cosas? -le preguntó de pronto.
El vogón se detuvo en seco y una expresión de enorme estupidez se deslizó poco a
poco por su cara.
- ¿Que si me gustan? -bramó. ¿Qué quieres decir?
- Lo que quiero decir -le explicó Ford-, es que si te llena de satisfacción el ir pisando
fuerte por ahí, dando gritos y echan do a la gente de naves espaciales...
El vogón miró fijamente al bajo techo de acero y sus cejas casi se montaron una
encima de otra. Se le aflojó la boca.
- Pues el horario es bueno...
- Tiene que serlo -convino Ford.
Arthur torció el cuello por completo para mirar a Ford.
- ¿Qué intentas hacer, Ford? -le preguntó con un murmullo de perplejidad.
- Sólo trato de interesarme en el mundo que me rodea, ¿conforme? -le contestó y
siguió diciéndole al vogón-: De modo que el horario es muy bueno...
El vogón bajó la vista hacia él mientras pensamientos perezosos giraban
tumultuosamente en sus lóbregas profundidades.
- Sí dijo-, pero ahora que lo mencionas, la mayor parte del tiempo resulta bastante
asqueroso. Salvo... -volvió a pensar, lo que exigía mirar al techo-, salvo algunos gritos que
me gustan mucho.
Se llenó de aire los pulmones y bramó:
- ¡La resistencia es...!
- Sí, claro -le interrumpió Ford a toda prisa-; eso lo haces muy bien, te lo aseguro. Pero
en su mayor parte es asqueroso -dijo con lentitud, dando tiempo a las palabras para que
llegasen a su objetivo-. Entonces, ¿por qué lo haces? ¿A qué se debe? ¿A las chicas? ¿A
la zurra? ¿Al machismo? ¿O simplemente crees que el acomodarse a ese estúpido hastío
presenta un desafío interesante?
Arthur miró desconcertado de un lado para otro.
- Hmm... -dijo el guardia-, hmm... hmm..., no sé. Creo que en realidad... me limito a
hacerlo. Mi tía me dijo que ser guardia de una nave espacial era una buena carrera para
un joven vogón; ya sabes, el uniforme, la cartuchera de la pistola de rayos paralizantes,
que se lleva muy baja, el estúpido hastío...
- Ahí tienes, Arthur -dijo Ford con aire del que llega a la conclusión de su argumento-, y
creías que tú tenías problemas.
Arthur pensó que sí los tenía. Aparte del asunto desagradable que le había ocurrido a
su planeta, el guardia vogón ya le había medio estrangulado, y no le gustaba mucho la
idea de que lo arrojaran al espacio.
- Procura entender su problema -insistió Ford-. Ahí tienes a este pobre muchacho, cuyo
trabajo de toda la vida consiste en andar pisando fuerte por ahí, echando a gente de
naves espaciales.
- Y dando gritos -añadió el guardia.
- Y dando gritos, claro -repitió Ford, y dio unos golpecitos al brazo gelatinoso que le
apretaba el cuello con simpática condescendencia-. ¡Y ni siquiera sabe por qué lo hace!
Arthur convino en que era muy triste. Lo expresó con un gestito débil, porque estaba
muy asfixiado para poder hablar.
El guardia lanzó unos profundos gruñidos de estupefacción.
- Pues ahora que lo dices, supongo...
- ¡Buen chico! -le animó Ford.
- De acuerdo -continuó con sus gruñidos-, ¿y qué remedio me queda?
- Pues -dijo Ford, animándose pero alargando las palabras - dejar de hacerlo, por
supuesto. Diles que ya no volverás a hacerlo más.
Pensó que debería añadir algo más, pero de momento parecía que el guardia tenía la
mente muy ocupada meditando sus palabras.
- Hhuuuuuummmmmmmmmmmmmmm... -dijo el guardia- hum..., pues eso no me
suena muy bien.
De pronto, Ford sintió que se le escapaba la oportunidad.
- Pero espera un momento -le apremió-, eso es sólo el principio, ¿comprendes?; la
cosa no es tan sencilla como crees...
Pero en ese momento el guardia volvió a afianzar su presa y continuó con su primitiva
intención de llevarlos a rastras a la esclusa neumática. Era evidente que estaba muy
afectado.
- No; creo que si os da lo mismo -les dijo-, será mejor que os meta en esa antecámara
de compresión y luego me vaya a dar otros cuantos gritos que tengo pendientes.
A Ford Prefect no le daba lo mismo en absoluto.
- ¡Pero venga.... oye! -dijo, menos animado y con menos lentitud.
- ¡Aahhhhgggggggnnnnnn! -dijo Arthur con una inflexión nada dará.
- Pero espera - insistió Ford-, ¡todavía tengo que hablar de la música, del arte y de
otras cosas! ¡Uuuuuffffff!
- ¡La resistencia es inútil -bramó el guardia, y luego añadió-: Mira, si sigo en esto,
dentro de un tiempo puede que me asciendan a Jefe de Gritos, y no suele haber muchas
plazas vacantes de agentes que no griten ni empujen a la gente, de manera que, según
me parece, será mejor que siga haciendo lo que sé.
Ya habían llegado a la esclusa neumática: una escotilla ancha y circular de acero
macizo, fuerte y pesada, abierta en el revestimiento interior de la nave. El guardia
manipuló un mando y la escotilla se abrió con suavidad.
- Pero muchas gracias por vuestro interés -les dijo el guardia vogón-. Adiós.
Arrojó a Ford y a Arthur por la escotilla a la pequeña cabina interior.
Arthur cayó jadeando al suelo. Ford se volvió tambaleante y arremetió inútilmente con
el hombro contra la escotilla que se cerraba de nuevo.
- ¡Pero oye -le gritó al guardia-, hay todo un mundo del que tú no sabes nada! Escucha,
¿qué te parece esto?
Desesperado, recurrió a la única manifestación de cultura que le vino espontáneamente
a la cabeza: el primer acorde de la Quinta de Beethoven.
- ¡Da da da dum! ¿No despierta eso nada en ti?
- No contestó el guardia-, nada en absoluto. Pero se lo diré a mi tía.
Si después de eso añadió algo más, no se oyó. La escotilla se cerró completamente y
desaparecieron todos los ruidos salvo el leve y distante zumbido de los motores de la
nave.
Se encontraban en una cámara cilíndrica, brillante y pulida de unos dos metros de
ancho por tres de largo.
Ford miró a su alrededor, sofocado.
- Creí que era un tipo inteligente en potencia -dijo, desplomándose contra la pared
curva.
Arthur seguía tumbado en el suelo combado, en el mismo sitio donde había caído. No
levantó la vista. Sólo se quedó tumbado, jadeando.
- Ahora estamos atrapados, ¿verdad?
- Sí -admitió Ford-, estamos atrapados.
- ¿Y no se te ha ocurrido nada? Creí que habías dicho que ibas a pensar algo. Tal vez
lo hayas hecho y yo no me he dado cuenta.
- Claro que sí, se me ha ocurrido algo -jadeó Ford. Arthur lo miró, expectante.
- Pero desgraciadamente -prosiguió Ford-, tendríamos que estar al otro lado de esa
esclusa neumática.
Dio una patada a la escotilla por donde acá baban de entrar.
- Pero, ¿de verdad era una buena idea?
- Claro que sí, muy buena.
- ¿Y de qué se trataba?
- Pues todavía no había elaborado los detalles. Ahora ya no importa mucho, ¿verdad?
- Entonces..., hmm, ¿qué va a ocurrir ahora?
- Pues... hmmm, dentro de unos momentos se abrirá automáticamente esa escotilla de
enfrente, y supongo que saldremos disparados al espacio profundo y nos asfixiaremos. Si
nos llenamos de aire los pulmones, tal vez podamos durar treinta segundos... -dijo Ford.
Se puso las manos a la espalda, enarcó las cejas y empezó a canturrear un antiguo
himno de batalla betelgeusiano. De pronto, a los ojos de Arthur, parecía tener un aspecto
muy extraño.
- Así que ya está -dijo Arthur-, vamos a morir.
- Sí - admitió Ford-; a menos que, ¡no! ¡Espera un momento! De pronto se abalanzó por
la cámara hacia algo que estaba detrás de la línea de visión de Arthur-. ¿Qué es ese
interruptor?
- ¿Cuál? ¿Dónde? -gritó Arthur, dándose la vuelta.
- No, sólo estaba bromeando -confesó Ford-; al final, vamos a morir.
Volvió a desplomarse contra la pared y siguió con la melodía por donde la había
interrumpido.
- ¿Sabes una cosa? -le dijo Arthur-; en ocasiones como ésta, cuando estoy atrapado en
una escotilla neumática vogona con un habitante de Betelgeuse y a punto de morir
asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía haber escuchado lo que me decía
mi madre cuando era joven.
- ¡Vaya! ¿Y qué te decía?
- No lo sé; no la escuchaba.
- Ya.
Ford siguió canturreando.
«Esto es horrible -pensaba Arthur para sí-, todo lo que queda soy yo y las palabras
Fundamentalmente inofensiva. Y dentro de unos segundos lo único que quedará será
Fundamentalmente inofensiva. Y ayer el planeta parecía ir tan bien...» Zumbó un motor.
Se oyó Un leve silbido que se convirtió en un rugido ensordecedor al penetrar el aire
por la escotilla exterior, que se abrió a un negro vacío salpicado de diminutos puntos
luminosos, increíblemente brillantes. Ford y Arthur salieron disparados al espacio exterior
como corchos de una pistola de juguete.

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