2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte I

La casa se alzaba en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo. Estaba
sola y daba a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental. No era una casa
admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de antigüedad, era achaparrada más
bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la fachada delantera y de tamaño y
proporciones que conseguían ser bastante desagradables a la vista.
La única persona para quien la casa resultaba en cierto modo especial, era Arthur
Dent, y ello sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en ella. La había
habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde se irritaba y se ponía
nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y moreno, y nunca se sentía
enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía preocuparle era el hecho de que la
gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan preocupado. Trabajaba en la
emisora local de radio, y solía decir a sus amigos que su actividad era mucho más
interesante de lo que ellos probablemente pensaban.
El miércoles por la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y
embarrado, pero el jueves por la mañana había un sol claro y brillante que, según iba a
resultar, lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
Aún no se le había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería
derribarla para construir en su lugar una vía de circunvalación.
A las ocho de la mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se
despertó con los ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación, abrió una
ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un traspiés, se encaminó al
baño para lavarse.
Pasta de dientes en el cepillo: ya, a frotar.
Espejo para afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante un momento el espejo
reflejó otro bulldozer por la ventana del baño. Convenientemente ajustado, reflejó la
encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y, dando trompicones, se dirigió a
la cocina con idea de hallar algo agradable que llevarse a la boca.
Cafetera, enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por un momento, la palabra «bulldozer» vagó por su mente en busca de algo
relacionado con ella.
El bulldozer que se veía por la ventana de la cocina era muy grande.
Lo miró fijamente.
«Amarillo», pensó, y fue tambaleándose a su habitación para vestirse.
Al pasar por el baño se detuvo para beber un gran vaso de agua, y luego otro. Empezó
a sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había bebido la noche anterior?
Supuso que así debió ser. Atisbó un destello en el espejo de afeitarse.
«Amarillo», pensó, y siguió su camino vacilante hacia la habitación.
Se detuvo a reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la taberna! Vagamente
recordó haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo estuvo explicando a la
gente, y más bien sospechó que se lo había contado con gran detalle: su recuerdo visual
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más nítido era el de miradas vidriosas en las caras de los demás. Acababa de descubrir
algo sobre una nueva vía de circunvalación. Habían circulado rumores durante meses,
pero nadie parecía saber nada al respecto. Ridículo. Bebió un trago de agua.

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