2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte VII

Prostetnic Vogon Jeltz no era agradable a la vista, ni siquiera para otros vogones. Su
nariz respingada se alzaba muy por encima de su pequeña frente de cochinillo. Su
elástica piel de color verde oscuro era lo bastante gruesa como para permitirle jugar a la
Política de administración pública de los vogones y hacerlo bien; y era lo suficientemente
impermeable como para que pudiera sobrevivir indefinidamente en el mar hasta una
profundidad de trescientos metros sin que ello le produjera efectos nocivos.
No es que fuese alguna vez a nadar, por supuesto. Sus múltiples ocupaciones no se lo
permitían. Era así porque hacía billones de años, cuando los vogones salieron de los
primitivos mares estancados de Vogosfera y se tumbaron jadeantes y sin aliento en las
costas vírgenes del planeta..., cuando los primeros rayos del brillante y joven vogosol los
iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la evolución los hubieran
abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda disgustadas Y olvidándolos como a un
error repugnante y lamentable. No volvieron a evolucionar: no debieron haber sobrevivido.
El hecho de que sobrevivieran es una especie de tributo a la obstinación, a la fuerte
voluntad, a la deformación cerebral de tales criaturas. ¿Evolución?, se dijeron a sí
mismos. ¿Quién la necesita? Y lo que la naturaleza se negó a hacer por ellos lo hicieron
por sí mismos hasta el momento en que pudieron rectificar las groseras inconveniencias
anatómicas por medio de la cirugía.
Entretanto, las fuerzas naturales del planeta Vogosfera habían hecho horas
extraordinarias para remediar su equivocación anterior. Produjeron escurridizos
cangrejos, centelleantes como gemas, que los vogones comían aplastándoles los
caparazones con mazos de hierro; altos árboles anhelosos, de esbeltez y colores
increíbles, que los vogones talaban y encendían para asar la carne de los cangrejos;
elegantes criaturas semejantes a gacelas, de pieles sedosas y ojos virginales, que los
vogones capturaban para sentarse sobre ellas. No servían como medio de transporte,
porque su columna vertebral se rompía al instante, pero los vogones se sentaban sobre
ellas de todos modos.
Así pasó el planeta Vogosfera los tristes milenios hasta que los vogones descubrieron
de repente los principios de los viajes interestelares. Al cabo de unos breves años
vogones, todos los habitantes del planeta habían emigrado al grupo de Megabrantis, el
eje político de la Galaxia, y ahora formaban el espinazo, enormemente poderoso, de la
Administración Pública de la Galaxia. Trataron de adquirir conocimientos, intentaron
alcanzar estilo y elegancia social, pero en muchos aspectos los vogones modernos se
diferenciaban poco de sus ancestros primitivos. Todos los años importaban veintisiete mil
escurridizos cangrejos centelleantes como gemas, y pasaban una noche feliz
emborrachándose y aplastándolos hasta hacerlos pedacitos con mazos de hierro.
Prostetnic Vogon Jeltz era un vogón de lo más típico, en el sentido de que era
absolutamente vil. Además, no le gustaban los autoestopistas.
En alguna parte de la pequeña cabina a oscuras, situada en lo más hondo de los
intestinos de la nave insignia de Prostetnic Vogon Jeltz, una cerilla minúscula destelló
nerviosamente. El dueño de la cerilla no era un vogón, pero conocía todo lo relativo a los
vogones y tenía razones para estar nervioso. Se llamaba Ford Prefect.*
* El nombre original de Ford Prefect sólo Puede Pronunciarse en un oscuro dialecto
betelgeusiano, Ya Prácticamente extinto desde el Gran Desastre del Hrung Desintegrador
de la Gal./Sid. del año 03758, que arrasé todas las antiguas comunidades praxibetelianas
de Betelgeuse Siete. El padre de Ford fue el único hombre del Planeta que sobrevivió al
Gran Desastre Desintegrador, debido a una coincidencia extraordinaria que él nunca pudo
explicar de manera satisfactoria. Todo el episodio está envuelto en un Profundo misterio;
en realidad, nadie supo nunca qué era un Hrung ni por qué había elegido estrellarse
contra Betelgeuse Siete en particular. El padre de Ford, que desechaba con un gesto
magnánimo las nubes de sospecha que inevitablemente le rodeaban, se fue a vivir a
Betelgeuse Cinco, donde fue padre y tío de Ford; en memoria de su raza ya extinta, lo
bautizó en la antigua lengua Praxibeteliana.
Como Ford jamás aprendió a Pronunciar su nombre original, su padre terminó
muriendo de vergüenza, que en algunas partes de la Galaxia es una enfermedad
incurable. Sus compañeros de escuela le pusieron el sobrenombre de IX, que traducido
de la lengua de Betelgeuse Cinco significa: «Muchacho que no sabe explicar de manera
satisfactoria lo que es un Hrung, ni tampoco por qué decidió chocar contra Betelgeuse
Siete».
Echó una ojeada a la cabina, pero no pudo ver mucho; aparecieron sombras extrañas
Y monstruosas que saltaban al débil resplandor de la llama, pero todo estaba tranquilo.
Dio las gracias en silencio a los dentrassis. Los dentrassis son una tribu indisciplinable de
gourmands, un grupo revoltoso pero simpático que los vogones habían contratado
recientemente como cocineros y camareros en sus largas flotas de carga, con la estricta
condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.
Eso les convenía a los dentrassis, porque les encantaba el dinero vogón, que es la
moneda más fuerte del espacio, pero odiaban a los vogones. Sólo les gustaba ver una
clase de vogones: los vogones incomodados.
Por esa pequeña información era por lo que Ford Prefect no se había convertido en un
soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono.
Oyó un leve gruñido. A la luz de la cerilla vio una densa sombra que se removía
ligeramente en el suelo. Rápidamente apagó la cerilla, buscó algo en el bolsillo, lo
encontró y lo sacó. Lo abrió y lo sacudió. Se agachó en el suelo. La sombra volvió a
moverse.
- He comprado cacahuetes - anunció Ford Prefect.
Arthur Dent se movió y volvió a gruñir, murmurando en forma incoherente.
- Toma unos cuantos - le apremió Ford, agitando de nuevo el paquete-; si nunca has
pasado antes por un rayo de translación de la materia, probablemente habrás perdido sal
y proteínas. La cerveza que bebiste habrá almohadillado un poco tu organismo.
- Donnnddd... -masculló Arthur Dent. Abrió los ojos y dijo-: Está oscuro.
- Sí - convino Ford Prefect-. Está oscuro.
- No hay luz -dijo Arthur Dent-. Está oscuro, no hay luz.
Una de las cosas que a Ford Prefect le había costado más trabajo entender de los
humanos era su costumbre de repetir y manifestar continuamente lo que era a todas luces
muy evidente; como: Hace buen día, Es usted muy alto o ¡Válgame Dios!, parece que te
has caído a un pozo de treinta pies de profundidad, ¿estás bien? Al principio, Ford
elaboró una teoría para explicarse esa conducta extraña. Si los seres humanos no dejan
de hacer ejercicio con los labios, pensó, es probable que la boca se les quede agarrotada.
Tras unos meses de meditación y de observación, rechazó aquella teoría en favor de una
nueva. Sí no continúan haciendo ejercicio con los labios, pensó, su cerebro empieza a
funcionar. Al cabo de un tiempo la abandonó, considerando que era embarazosamente
cínica, y decidió que después de todo le gustaban mucho los seres humanos, pero
siempre le preocupó extremadamente la tremenda cantidad de cosas que desconocían.
- Sí - convino con Arthur, dándole unos cacahuetes y preguntándole-: ¿Cómo te
encuentras?
- Como una academia militar -contestó Arthur- tengo partes que siguen desmayándose.
Ford lo miró desconcertado en la oscuridad.
- Si te preguntara dónde demonios estamos - le preguntó Arthur con voz débil-, ¿lo
lamentaría?
- Estarnos sanos y salvos -respondió Ford, levantándose.
- Pues muy bien -dijo Arthur.
- Nos hallamos en un pequeño departamento de la cocina de una de las naves
espaciales de la Flota Constructora Vogona -le informó Ford.
- ¡Ah! -comentó Arthur-, evidentemente se trata de una acepción un tanto extraña de la
expresión sanos y salvos, que yo desconocía.
Ford encendió otra cerilla con la idea de encontrar un interruptor de la luz. De nuevo
vislumbró sombras monstruosas que saltaban. Arthur se puso en pie con dificultad y se
abrazó aprensivamente. Formas repugnantes y extrañas parecían apiñarse a su
alrededor, el ambiente estaba cargado de olores húmedos que le entraban en los
pulmones tímidamente, sin identificarse, y un zumbido sordo e irritante le impedía
concentrarse.
- ¿Cómo hemos venido a parar aquí? -preguntó, estremeciéndose ligeramente.
- Hemos hecho autoestop -le contestó Ford.
- ¿Cómo dices? -exclamó Arthur-. ¿Quieres decirme que hemos puesto el pulgar y un
monstruo de ojos verdes de sabandija ha sacado la cabeza y ha dicho: ¡Hola, chicos!,
subid, os puedo llevar hasta la desviación de Basingstoke?
- Pues, bueno -dijo Ford-, el Pulgar es un aparato electrónico de señales subeta, la
desviación es la de la estrella Barnard, a seis años-luz de distancia; aparte de eso, es
más o menos exacto.
- ¿Y el monstruo de ojos verdes de sabandija?
- Es verde, sí.
- Muy bien -dijo Arthur-, ¿cuándo puedo irme a casa?
- No puedes -dijo Ford Prefect, encontrando el interruptor de la luz. Lo encendió,
advirtiendo a Arthur-: Tápate los ojos.
Incluso Ford se sorprendió.
- ¡Santo cielo! -exclamó Arthur-. ¿Así es el interior de un platillo volante?
Prostetnic Vogon Jeltz inclinó su desagradable cuerpo verde sobre el puente de
mando. Siempre sentía una vaga irritación tras demoler planetas habitados. Deseaba que
llegara alguien a decirle que había sido una equivocación, para que él pudiera gritarle y
sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre su sillón de mando con la
esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que enfadarse de verdad, pero sólo
dio una especie de crujido quejoso.
- ¡Márchate! -gritó al joven guardia vogón que acababa de entrar en el puente. El
guardia desapareció al instante, sintiéndose bastante aliviado. Se alegró de no ser él
quien le entregara el informe que acababan de recibir. El informe era una comunicación
oficial que hablaba de una maravillosa y nueva nave espacial, que en aquellos momentos
se presentaba en una base de investigación gubernamental en Damogran y que en lo
sucesivo haría innecesarias todas las rutas hiperespaciales directas.
Se abrió otra puerta, pero esta vez el capitán vogón no gritó porque era la puerta de las
cocinas donde los dentrassis le preparaban las viandas. Una comida sería recibida con el
mayor beneplácito.
Una enorme criatura peluda atravesó de un salto el umbral con la bandeja del
almuerzo. Sonreía como un maníaco.
Prostetnic Vogon Jeltz quedó encantado. Sabía que cuando un dentrassi parecía tan
contento, algo pasaba en alguna parte de la nave que a él le haría enfadarse mucho.
Ford y Arthur miraron a su alrededor.
- Bueno, ¿qué te parece? -inquirió Ford.
- ¿No es un poco sórdido?
Ford frunció el ceño ante los mugrientos colchones, las tazas sucias y las indefinibles
prendas interiores, extrañas y malolientes, que estaban desparramadas por la angosta
cabina.
- Bueno, es una nave de trabajo, ¿comprendes? -explicó Ford-. Aquí es donde
duermen los dentrassis.
- Creí que habías dicho que se llamaban vogones o algo así.
- Sí -dijo Ford-, los vogones manejan la nave y los dentrassis son los cocineros; ellos
fueron quienes nos dejaron subir a bordo.
- Estoy algo confundido -dijo Arthur.
- Mira, echa una ojeada a esto -le dijo Ford.
Se sentó en un colchón y empezó a revolver en su bolso. Arthur tanteó nerviosamente
el colchón antes de sentarse; en realidad tenía muy pocos motivos para estar nervioso,
porque todos los colchones que se crían en los pantanos de Squornshellous Zeta se
matan y se secan perfectamente antes de entrar en servicio. Muy pocos han vuelto a la
vida.
Ford tendió el libro a Arthur.
- ¿Qué es esto? -preguntó Arthur.
- La Guía del autoestopista galáctico. Es una especie de libro electrónico. Te dice todo
lo que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es su cometido.
Arthur le dio nerviosas vueltas en las manos.
- Me gusta la portada -comentó -. No se asuste. Es la primera cosa útil o inteligible que
me han dicho en todo el día.
- Voy a enseñarte cómo funciona -le dijo Ford. Se lo quitó de las manos a Arthur, que lo
sostenía como si fuera una alondra muerta dos semanas atrás, y lo sacó de la funda.
- Mira, se aprieta este botón, la pantalla se ilumina y te da el índice.
Se encendió una pantalla de siete centímetros y medio por diez y empezaron a
revolotear letras por su superficie.
- Que quieres saber cosas de los vogones, pues programas el nombre de este modo -
pulsó con los dedos unas teclas más-, y ahí lo tenemos.
En la pantalla destellaron en letras verdes las palabras Flotas Constructoras Vogonas.
Ford apretó un ancho botón rojo en la parte inferior de la pantalla y las palabras
empezaron a serpentear por su superficie. Al mismo tiempo, el libro comenzó a recitar el
artículo con voz tranquila y medida. Esto es lo que dijo el libro:
«Flotas Constructoras Vogonas. Esto es lo que tiene que hacer si quiere que le lleve un
vogón: olvidarlo. Son una de las razas más desagradables de la Galaxia; no son
realmente crueles, pero tienen mal carácter, son burocráticos, entrometidos e insensibles.
Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz Bestia Bugblatter de
Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por triplicado, acusaran recibo, volvieran
a enviarlas, hicieran averiguaciones, las perdieran, las encontrarán, las sometieran a
investigación pública, las perdieran de nuevo y finalmente las enterraran bajo suave turba
para luego aprovecharlas como papel para encender la chimenea.
»El mejor medio para que un vogón invite a una copa es meterle un dedo en la
garganta, y la mejor manera de hacerle enfadar es entregar a su abuela a la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal para que se la coma.
»De ninguna manera deje que un vogón le lea poesía.»
Arthur pestañeó.
- Qué libro tan extraño. ¿Cómo hemos conseguido que nos lleven, entonces?
- Esa es la cuestión; está atrasado -dijo Ford, volviendo a guardar el libro dentro de su
funda-. Yo realizo la investigación de campo para la Nueva Edición Revisada, y una de las
cosas que tengo que incluir es que los vogones contratan ahora a cocineros dentrassis, lo
que nos da a nosotros una pequeña oportunidad bastante útil.
Una expresión de sufrimiento surgió en el rostro de Arthur.
- Pero ¿quiénes son los dentrassis? -preguntó.
- Unos tíos estupendos -contesto Ford-. Son los mejores cocineros y los que preparan
las mejores bebidas, y les importa un pito todo lo demás. Siempre ayudan a subir a bordo
a los autoestopistas, en parte porque les gusta la compañía, pero principalmente porque
eso les molesta a los vogones. Exactamente eso es lo que necesita saber un pobre
autoestopista que trata de ver las maravillas del Universo por menos de treinta dólares
altairianos al día. Y ése es mi trabajo. ¿Verdad que es divertido?
Arthur parecía perdido.
- Es maravilloso -dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro colchón.
- Lamentablemente, me he quedado en la Tierra mucho más tiempo del que pretendía -
dijo Ford-. Fui por una semana y me quedé quince años.
- Pero ¿cómo fuiste a parar allí?
- Fácil, me llevó un pesado.
- ¿Un pesado?
- Sí.
- ¿Y qué es...?
- ¿Un pesado? Los pesados suelen ser niños ricos sin nada que hacer. Van por ahí,
buscando planetas que aún no hayan hecho contacto interestelar y les anuncian su
llegada.
- ¿Les anuncian su llegada? - Arthur empezó a sospechar que Ford disfrutaba
haciéndole la vida imposible.
- Sí -contesto Ford-, les anuncian su llegada. Buscan un lugar aislado donde no haya
mucha gente, aterrizan junto a algún pobrecillo inocente a quien nadie va a creer jamás, y
luego se pavonean delante de él llevando unas estúpidas antenas en la cabeza y
haciendo ¡bip!, ¡bip!, ¡bip! Realmente es algo muy infantil.
Ford se tumbó de espaldas en el colchón con las manos en la nuca y aspecto de estar
enojosamente contento consigo mismo.
- Ford -insistió Arthur-, no sé si te parecerá una pregunta tonta, pero ¿qué hago yo
aquí?
- Pues ya lo sabes -respondió Ford-. Te he rescatado de la Tierra.
- ¿Y qué le ha pasado a la Tierra?
- Pues que la han demolido.
- La han demolido -repitió monótonamente Arthur,
- Sí. Simplemente se ha evaporado en el espacio.
- Oye -le comentó Arthur-, estoy un poco preocupado por eso.
Ford frunció el ceño sin mirarle y pareció pensarlo.
- Sí, lo entiendo -dijo al fin.
- ¡Que lo entiendes! -gritó Arthur-. ¡Que lo entiendes!
Ford se puso en pie de un salto.
- ¡Mira el libro! -susurró con urgencia.
- ¿Cómo?
- No se asuste.
- ¡No estoy asustado!
- Sí, lo estás.
- Muy bien, estoy asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?
- Nada más que venir conmigo y pasarlo bien. La galaxia es un sitio divertido.
Necesitarás ponerte este pez en la oreja.
- ¿Cómo dices? -preguntó Arthur en un tono que consideró bastante cortés.
Ford sostenía una pequeña jarra de cristal en cuyo interior se veía moverse a un
pececito amarillo. Arthur miró a Ford con los ojos entornados. Deseó que hubiera algo
sencillo y familiar a lo que pudiera aferrarse. Podría sentirse a salvo si junto a la ropa
interior de los dentrassis, los montones de colchones de Squornshellous y el habitante de
Betelgeuse que sostenía un pececillo amarillo proponiéndole que se lo pusiera en el oído,
hubiese podido ver un simple paquetito de copos de avena. Pero era imposible, y no se
sentía a salvo.
Un ruido súbito y violento cayó sobre ellos desde alguna parte que Arthur no pudo
localizar. Quedó sin aliento, horrorizado ante lo que parecía un hombre que tratara de
hacer gárgaras mientras repelía a una manada de lobos.
- ¡Chisss! -exclamó Ford-. Escucha, puede ser importante.
- ¿Im... importante?
- Es el capitán vogón, que anuncia algo en el Tannoy.
- ¿Quieres decir que así es como hablan los vogones?
- iEscucha!
- ¡Pero yo no sé vogón!
- No es necesario. Sólo ponte el pez en el oído.
Con la rapidez del rayo, Ford llevó la mano a la oreja de Arthur, que tuvo la repugnante
y súbita sensación de que el pez se deslizaba por las profundidades de su sistema
auditivo. Durante un segundo jadeó horrorizado, escarbándose el oído; pero luego quedó
con los ojos en blanco, maravillado. Experimentaba el equivalente acústico de mirar el
perfil de dos rostros pintados de negro y ver de repente el dibujo de una palmatoria
blanca. O de mirar a un montón de puntos coloreados en un trozo de papel que de pronto
se resolvieran en el número seis y sospechar que el oculista le va a cobrar a uno mucho
dinero por unas gafas nuevas.
Sabía que seguía escuchando las gárgaras ululantes, sólo que ahora parecían en
cierto modo un inglés absolutamente correcto.
Esto es lo que oyó...

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