2.8.05

Guía del Autoestopista Galáctico Parte XIII

En la superficie de Magrathea, Arthur paseaba con aire malhumorado.
Muy atento, Ford le había dejado su ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico
para que se entretuviera con ella. Apretó unos botones al azar.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro de redacción muy desigual, y contiene
muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea en su momento.
Uno de esos fragmentos (con el que se topó Arthur) relata las hipotéticas experiencias
de un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de la Universidad de Maximegalón
que llevaba una brillante carrera académica estudiando filología antigua, ética generativa
y la teoría de la onda armónica de la percepción histórica, y que luego, tras una noche
que pasó bebiendo detonadores gargáricos pangalácticos con Zaphod Beeblebrox, se fue
obsesionando cada vez más con el problema de lo que había pasado con todos los otros
que había comprado durante los últimos años.
A ello siguió un largo período de investigaciones laboriosas durante el cual visitó todos
los centros importantes de pérdidas de biros por toda la galaxia y que concluyó con una
pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la imaginación del público.
Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los planetas habitados por
humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y matices superinteligentes del
color azul, existía también un planeta enteramente poblado por seres biroides. Y hacia él
se dirigirían los biros desatendidos, deslizándose suavemente por agujeros de gusanos
en el espacio hacia un mundo donde eran conscientes de disfrutar de una forma de vida
exclusivamente biruide que respondía a altos estímulos biro-orientados y que
generalmente conducían al equivalente biroide de la buena vida.
En cuanto a teoría, pareció estupenda y simpática hasta que Veet Voojagig afirmó de
repente que había encontrado ese planeta y bahía trabajado como conductor de un
automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctales verdes, que después lo
prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un libro, finalmente lo enviaron

al exilio tributario, que es destino normalmente reservado para aquellos que se deciden a
hacer el ridículo en público.
Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había
afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño
habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era verdad,
aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos cuestiones siguieron sin aclararse: los misteriosos 60.000 dólares
altairianos que se depositaban anualmente en su cuenta bancaria de Brantisvogan, y, por
supuesto, el negocio de biros de segunda mano que tan rentable le resultaba a Zaphod
Beeblebrox.
Tras leer esto, Arthur dejó el libro.
El robot seguía sentado en el mismo sitio, completamente inerte.
Arthur se levantó y se acercó a la cima del cráter. Paseó por el borde. Contempló una
magnífica puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al cráter. Despertó al robot, porque era mejor hablar con un robot
maníaco-depresivo que con nadie.
- Se está haciendo de noche -dijo-. Mira, robot, están saliendo las estrellas.
Desde las profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden verse muy débilmente
unas pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el robot las miró y luego apartó los ojos.
- Lo sé -dijo-. Detestable, ¿verdad?
- ¡Pero ese crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis sueños más
demenciales.... ¡dos soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el espacio.
- Lo he visto -dijo Marvin-, es una necedad.
- En nuestro planeta sólo teníamos un sol -insistió Arthur-, soy de un planeta llamado
Tierra, ¿sabes?
- Lo sé -dijo Marvin-, no paras de hablar de ello. Me suena horriblemente.
- ¡Oh, no!, era un sitio precioso.
- ¿Tenía océanos? -inquirió Marvin.
- Claro que sí -dijo Arthur, suspirando-, enormes y agitados océanos azules...
- No soporto los océanos -dijo Marvin.
- Dime, ¿te llevas bien con otros robots? -le preguntó Arthur.
- Los odio -respondió Marvin-. ¿Adónde vas?
Arthur no podía aguantar más. Volvió a levantarse.
- Me parece que voy a dar otro paseo -dijo.

- No te lo reprocho -repuso Marvin, contando quinientos noventa y siete mil millones de
ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
Arthur se palmeó los brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de
entusiasmo por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la pared del cráter.
Como la atmósfera era muy tenue y no había luna, la noche caía con mucha rapidez y
en aquellos momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo ello, Arthur prácticamente
chocó con el anciano antes de verlo.
Estaba en pie, de espaldas a Arthur, contemplando cómo los últimos destellos de luz
desaparecían en la negrura del horizonte. Era más bien alto, de edad avanzada y vestía
una larga túnica gris. Al volverse, su rostro era delgado y distinguido, Heno de inquietud
pero no severo; la clase de rostro en que uno confía alegremente. Pero aún no se había
girado, ni siquiera reaccionó al grito de sorpresa de Arthur.
Finalmente desaparecieron por completo los últimos rayos de Sol. Su rostro seguía
recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su origen, vio que a unos metros de
distancia había una especie de embarcación: un aerodeslizador, supuso Arthur.
Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
El desconocido miró a Arthur; al parecer, con tristeza.
- Habéis escogido una noche fría para visitar nuestro planeta muerto -dijo.
- ¿Quién... es usted? -tartamudeó Arthur.
El anciano apartó la mirada. Una expresión de tristeza pareció cruzar de nuevo por su
rostro.
- Mi nombre no tiene importancia -dijo.
Parecía estar pensando en algo. Era evidente que no tenía mucha prisa por entablar
conversación. Arthur se sintió incómodo.
- Yo... humm..., me ha asustado usted... -dijo débilmente.
El desconocido volvió a mirar en torno suyo y enarcó levemente las cejas.
- ¿Hmmm? -dijo.
- He dicho que me ha asustado usted.
- No te alarmes, no te haré daño.
- ¡Pero usted nos ha disparado! -exclamó Arthur, frunciendo el ceño-. Había unos
proyectiles...
El anciano miró al hueco del cráter. El ligero destello que lanzaban los ojos de Marvin
arrojaban débiles sombras rojas sobre el gigantesco cadáver de la ballena.

El desconocido sonrió ligeramente.
- Es un dispositivo automático -dijo, dejando escapar un leve suspiro-. Ordenadores
antiguos colocados en las entrañas del planeta cuentan los oscuros milenios mientras los
siglos flotan pesadamente sobre sus polvorientos bancos de datos. Me parece que de vez
en cuando disparan al azar para mitigar la monotonía.
- Lanzó una mirada grave a Arthur y añadió-: Soy un gran entusiasta del silencio,
¿sabes?
- ¡Ah...!, ¿de veras? -dijo Arthur, que empezaba a sentirse desconcertado ante los
modales curiosos y amables de aquel hombre.
- Pues sí -dijo el anciano, quien, simplemente, dejó de hablar otra vez.
- ¡Ah! Hmm -dijo Arthur, que tenía la extraña sensación de ser como un hombre a quien
sorprende cometiendo adulterio el marido de su pareja, que entra en la alcoba, se cambia
de pantalones, hace unos comentarios vagos sobre el tiempo y se vuelve a marchar.
- Pareces incómodo -dijo el anciano con atento interés.
- Pues no... ; bueno, sí. Mire usted, en realidad no esperábamos encontrar a nadie por
aquí. Suponíamos que todos estaban muertos o algo así...
- ¿Muertos? -dijo el anciano-. ¡Santo cielo, no! Sólo estábamos dormidos.
- ¿Dormidos? -repitió incrédulamente Arthur.
- Sí, durante la recesión económica, ¿comprendes? -dijo el anciano, sin que al parecer
le importase si Arthur entendía o no una palabra de lo que le estaba diciendo.
- ¿Recesión económica?
- Sí, mira, hace cinco millones de años la economía galáctica se derrumbó, y en vista
de que los planetas de encargo constituían un artículo de lujo... - hizo una pausa y miró a
Arthur, preguntándole en tono solemne-: Sabes que construíamos planetas, ¿verdad?
- Pues sí -contesto Arthur-, en cierto modo me lo había figurado...
- Un oficio fascinante -dijo el anciano con una expresión de nostalgia en los ojos-; hacer
la línea de la costa siempre era mi parte favorita. Solía divertirme enormemente dibujando
los pequeños detalles de los fiordos... ; así que, de todos modos -añadió, tratando de
recobrar el hilo -llegó la recesión económica y decidimos que nos ahorraríamos muchas
molestias si nos limitáramos a dormir mientras durase. De manera que programamos a
los ordenadores para que nos despertaran cuanto terminase del todo.
El anciano suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:
- Los ordenadores tenían una señal conectada con los índices del mercado de valores
galáctico, para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera recuperado la economía
lo suficiente para poder contratar nuestros servicios, bastante caros.
Arthur, que era un lector habitual del Guardián, se sorprendió mucho al oír aquello.
- ¿Y no es una manera de comportarse bastante desagradable?
- ¿Lo es? -preguntó suavemente el anciano-. Lo siento, no estoy muy al corriente.

Señaló al cráter.
- ¿Es tuyo ese robot? -preguntó.
- No -dijo una voz tenue y metálica desde el cráter-. Soy mío.
- Si se le quiere llamar robot... -murmuró Arthur-. Más bien es una máquina electrónica
de resentimiento.
- Tráelo para acá -dijo el anciano. Arthur se sorprendió mucho al notar un repentino
énfasis de decisión en la voz del anciano. Llamó a Marvin, que trepó por la pendiente,
fingiendo una aparatosa cojera que no tenía.
- Pensándolo mejor -dijo el anciano-, déjalo ahí. Tú tienes que venir conmigo. Se están
preparando grandes cosas.
Se volvió hacia su nave que, aunque al parecer no se había emitido señal alguna,
empezó a avanzar suavemente hacia ellos entre la oscuridad.
Arthur miró a Marvin, que se dio la vuelta con la misma aparatosidad que antes y volvió
a bajar laboriosamente por el cráter murmurando para sí agrias naderías.
- Vamos -dijo el anciano-, vámonos ya o llegarás tarde.
- ¿Tarde? -dijo Arthur-. ¿Para qué?
- ¿Cómo te llamas, humano?
- Dent, Arthur Dent -dijo Arthur.
- Tarde, tanto como si fueras el extinto Dentarthurdent -dijo el anciano con voz firme-.
Es una especie de amenaza, ¿sabes?
Otra expresión de nostalgia surgió de sus ojos fatigados.
Arthur entornó los ojos.
- ¡Qué persona tan extraordinaria! -murmuró para sí.
- ¿Cómo has dicho? -preguntó el anciano.
- Nada, nada, lo siento -dijo Arthur, confundido-. Bueno, ¿adónde vamos?
- Entremos en mi aerodeslizador -dijo el anciano, indicando a Arthur que subiera a la
nave que se había detenido en silencio junto a ellos-. Vamos a descender a las entrañas
del planeta, donde en estos momentos nuestra raza revive de su sueño de cinco millones
de años. Magrathea despierta.
Arthur sufrió un escalofrío involuntario al sentarse junto al anciano. Lo extraño de todo
aquello, el movimiento silencioso y fluctuante de la nave al remontarse en el cielo
nocturno, le inquietó profundamente.
Miró al anciano, que tenía el rostro iluminado por el débil resplandor de las tenues luces
del cuadro de mandos.
- Disculpe -le dijo-, ¿cómo se llama usted, a todo esto?
-¿Que cómo me llamo? -dijo el anciano, y la misma tristeza lejana volvió a su rostro.
Hizo una pausa y prosiguió: -
- Me llamo... Slartibarfast.
Arthur casi se atraganto.
- ¿Cómo ha dicho? -farfulló.
- Slartibarfast -repitió con calma el anciano.
- ¿Slartibarfast?
El anciano le miró con gravedad.
- Ya te dije que no tenía importancia -comentó.
El aerodeslizador siguió su camino en medio de la noche.

Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre son lo que parecen. Por
ejemplo, en el planeta Tierra el hombre siempre supuso que era más inteligente que los
delfines porque había producido muchas cosas -la rueda, Nueva York, las guerras,
etcétera-, mientras que los delfines lo único que habían hecho consistía en juguetear en el
agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho más
inteligentes que el hombre, precisamente por las mismas razones.
Curiosamente, los delfines conocían desde tiempo atrás la inminente destrucción del
planeta Tierra, y realizaron muchos intentos para advertir del peligro a la humanidad; pero
la mayoría de sus comunicaciones se interpretaron mal, considerándose como
entretenidas tentativas de jugar al balón o de silbar para que les dieran golosinas, así que
finalmente desistieron y dejaron que la Tierra se las arreglara por sí sola, poco antes de la
llegada de los vogones. El último mensaje de los delfines se interpretó como un intento
sorprendente y complicado de realizar un doble salto mortal hacia atrás pasando a través
de un aro mientras silbaban el «Star Spangled Banner», pero en realidad el mensaje era
el siguiente:
Hasta luego, y gracias por los pescados.
Efectivamente, en el planeta sólo existía una especie más inteligente que los delfines, y
pasaba la mayor parte del tiempo en laboratorios de investigación conductista corriendo
en el interior de unas ruedas y llevando a cabo alarmantes, sutiles y elegantes
experimentos sobre el hombre. El hecho de que los humanos volvieran a interpretar mal
esa relación, correspondía enteramente a los planes de tales criaturas.

La pequeña nave se deslizaba silenciosa por la fría oscuridad: un fulgor suave y
solitario que surcaba la negra noche magratheana. Viajaba deprisa. El compañero de
Arthur parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando en un par de ocasiones
trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó a contestar: preguntándole si
estaba cómodo, sin añadir nada más.
Arthur intentó calcular la velocidad a que viajaban, pero la oscuridad exterior era
absoluta y carecía de puntos de referencia. La sensación de movimiento era tan suave y
ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían en absoluto.
Entonces, un tenue destello de luz apareció en el horizonte y al cabo de unos segundos
aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se dirigía hacia ellos a velocidad
colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría ser. Miró pero no pudo distinguir
claramente su forma, y de pronto jadeó alarmado cuando el aerodeslizador se inclinó
abruptamente y se precipitó hacia abajo en una trayectoria que seguramente acabaría en
colisión. Su velocidad relativa parecía increíble, y Arthur apenas tuvo tiempo de respirar
antes de que todo terminara. Lo primero que percibió fue una demencial mancha plateada
que parecía rodearle. Volvió la cabeza con brusquedad y vio un pequeño punto negro que
desaparecía rápidamente tras ellos, a lo lejos, y tardó varios segundos en comprender lo
que había pasado.
Se habían introducido en un túnel excavado en el suelo. La velocidad colosal era la que
ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un agujero inmóvil en el suelo, la
embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la pared circular del túnel por
donde iban disparados, al parecer, a varios centenares de kilómetros a la hora.
Aterrado, cerré los ojos.
Al cabo de un tiempo que no trató de calcular, sintió una leve disminución de la
velocidad, y un poco más tarde comprendió que iban deteniéndose suavemente, poco a
poco.
Volvió a abrir los ojos. Aún seguían en el túnel plateado, abriéndose paso, colándose,
entre una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente se detuvieron en una
pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios túneles y, al otro extremo de
la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e irritante. Era molesta porque jugaba
malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse bien o decir cuán lejos o cerca estaba.
Arthur supuso (equivocándose por completo) que sería ultravioleta.
Slartibarfast se dio la vuelta y miró a Arthur con sus graves ojos de anciano.
- Terráqueo -le dijo-, ya estamos en las profundidades de Magrathea.
- ¿Cómo sabía que soy terráqueo? -inquirió Arthur.
- Ya comprenderás estas cosas -respondió amablemente el anciano, que añadió con
una leve duda en la voz-: Al menos las verás con mayor claridad que en estos momentos.
Y prosiguió:
- He de advertirte que la cámara a la que estamos a punto de entrar, no existe
literalmente en el interior de nuestro planeta. Es un poco... ancha. Vamos a cruzar una
puerta y a entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez te inquiete.
Arthur hizo unos ruidos nerviosos.
Slartibarfast tocó un botón y, en un tono que no era muy tranquilizador, añadió:
- A mí me da escalofríos de temor. Agárrate bien.
El vehículo saltó hacia delante, justo por en medio del círculo luminoso, y Arthur tuvo
súbitamente una idea bastante clara de lo que era el infinito.
En realidad, no era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira
al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por tanto, carece
de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era cualquier cosa menos
infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que daba una impresión mucho más
aproximada de infinito que el mismo infinito.
Arthur percibió que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad
que, según sabía, alcanzaba el areodeslizador; ascendían lentamente por el aire dejando
tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil resplandor de
la pared.
La pared.
La pared desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente
larga y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la
vista: sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre.
Parecía absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más
perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer, a medida que
caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se iba haciendo curva.
Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En otras palabras, la pared
formaba la parte interior de una esfera hueca con un diámetro de unos cuatro millones y
medio de kilómetros y anegada de una luz increíble.
- Bienvenido -dijo Slartibarfast mientras la manchita diminuta que formaba el
aerodeslizador, que ahora viajaba a tres veces la velocidad del sonido, avanzaba de
manera imperceptible en el espacio sobrecogedor-, bienvenido a la planta de nuestra
fábrica.
Arthur miró a su alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante
de ellos, a una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de
suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a vagas
formas esféricas que flotaban en el espacio.
- Mira -dijo Slartibarfast-, aquí es donde hacemos la mayor parte de nuestros planetas.-
- ¿Quiere decir -dijo Arthur, tratando de encontrar las palabras-, quiere decir que ya van
a empezar otra vez?
- ¡No, no! ¡Santo cielo, no! -exclamó el anciano-. No, la Galaxia todavía no es lo
suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado para realizar solamente
un encargo extraordinario para unos... clientes muy especiales de otra dimensión. Quizá
te interese... allá, a lo lejos, frente a nosotros.
Arthur siguió la dirección del dedo del anciano hasta distinguir el armazón flotante que
señalaba. Efectivamente, era la única estructura que manifestaba indicios de actividad,
aunque se trataba más de una impresión subliminal que de algo palpable.
Sin embargo, en aquel momento un destello de luz formó un arco en la estructura y
mostró con claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior.
Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban tan
familiares corno la configuración de las palabras, que eran parte de los enseres de su
mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado mientras las
imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un sitio donde resolverse y
encontrar su sentido.
Parte de su mente le decía que sabía perfectamente lo que estaba buscando y lo que
representaban aquellas formas, y otra parte rechazaba con bastante sensatez la admisión
de semejante idea, negándose a seguir pensando en tal sentido.
Volvió a surgir el destello, y esta vez no cabía duda.
- La Tierra... -musitó Arthur.
- Bueno, en realidad es la Tierra número Dos -dijo alegremente Slartibarfast-. Estamos
haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.
Hubo una pausa.
- ¿Está tratando de decirme -inquirió Arthur con voz lenta y controlada- que ustedes...
hicieron originalmente la Tierra?
- Claro que sí -dijo Slartibarfast-. ¿Has ido alguna vez a un sitio que... me parece que
se llamaba Noruega?
- No -contesto Arthur-, no he ido nunca.
- Qué lástima -comentó Slartibarfast-, eso fue obra mía. Ganó un premio, ¿sabes?
¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al enterarme de su
destrucción.
- ¡Que lo sintió!
- Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto. Fue un error espantoso.
- ¡Cómo! -exclamó Arthur.
- Los ratones se pusieron furiosos.
- ¡Que los ratones se pusieron furiosos!
- Pues sí -dijo el anciano con voz suave.
- Y me figuro que lo mismo se pondrían los perros, los gatos y los ornitorrincos, pero...
- ¡Ah!, pero ellos no habían pagado para verlo, ¿verdad?
- Mire -dijo Arthur-, ¿no le ahorraría un montón de tiempo si me diera por vencido y me
volviese loco ahora mismo?
Durante un rato el aerodeslizador voló en medio de un silencio embarazoso. Luego, el
anciano trató pacientemente de dar una explicación.
- Terráqueo, el planeta en el que vivías fue encargado, pagado y gobernado por
ratones. Quedó destruido cinco minutos antes de alcanzarse el propósito para el cual se
proyectó, y ahora tenemos que construir otro.
Arthur sólo se quedó con una palabra.
- ¿Ratones? -dijo.
- Efectivamente, terráqueo.
- Lo siento, escuche.... ¿estamos hablando de las pequeñas criaturas peludas que
tienen una fijación con el queso y ante los cuales las mujeres se subían gritando encima
de las mesas en las comedias televisivas a principios de los sesenta?
Slartibarfast tosió cortésmente.
- Terráqueo -dijo-, resulta un poco difícil seguir tu manera de hablar. Recuerda que he
estado dormido en el interior de este planeta de Magrathea durante cinco millones de
años y no sé mucho de esas comedias televisivas de los primeros sesenta de que me
hablas. Mira, esas criaturas que tú llamas ratones, no son enteramente lo que parecen.
No son más que la proyección en nuestra dimensión de seres pandimensionales
sumamente hiperinteligentes. Todo eso del queso y de los gritos no es más que una
fachada.
El anciano hizo una pausa y, con una mueca simpática, prosiguió:
- Me temo que han hecho experimentos con vosotros.
Arthur pensó aquello durante un segundo, y luego se le iluminó el rostro.
- ¡Ah, no! -dijo-. Ya veo el origen del malentendido. No, mire usted, lo que pasó es que
nosotros hacíamos experimentos con ellos. Con frecuencia se les utilizaba en
investigaciones conductistas, Pavlov y todas esas cosas. De manera que lo que pasó fue
que a los ratones se les presentaba todo tipo de pruebas, aprendían a tocar campanillas y
a correr por laberintos y cosas así, para luego analizar todas las características del
proceso de aprendizaje. Por la observación de su conducta, nosotros aprendíamos todo
tipo de cosas sobre la nuestra...
La voz de Arthur se apagó.
- Es de admirar... -dijo Slartibarfast- semejante sutileza.
- ¿Cómo? -dijo Arthur.
- Qué cosa mejor para ocultar su verdadera naturaleza, para guiar mejor vuestras
ideas: correr de pronto por el lado erróneo de un laberinto, comer el trozo equivocado de
queso, caer repentinamente muertos de mixomatosis...; si eso se calcula adecuadamente,
el efecto acumulativo es enorme.
Hizo una pausa para causar efecto.
- Mira, terráqueo, son seres pandimensionales realmente listos y especialmente
hiperinteligentes. Vuestro planeta y vuestra gente han formado la matriz de un ordenador
orgánico que realizaba un programa de investigación de diez millones de años... Permite
que te cuente toda la historia. Llevará un poco de tiempo.
- El tiempo -dijo débilmente Arthur- no suele ser uno de mis problemas.

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