8.11.05

Carniquicchio

CARNIQUICHIO, ANCLA’O EN LA PARIS

Visitar la confitería “París” se había convertido en una rutina que requería ciertas costumbres y ritos que no cualquiera podía cumplir. Sus vidrieras transparentes exponían a la ciudad los vestidos brillosos y las alhajas usadas para la ocasión, zapatos lustrados a ultranza, los trajes que habían pasado por la tintorería o que bien tenían unos pocos días de uso, relojes con brillos importantes, peinados de peluquería, bastones hechos por un orfebre, sobretodos importados. El rito duraba unas horas y no era más que para tomar el té a la tarde, desayunar un capuchino o tomar un vermouth con amigos. El rito era cumplido por eternos jugadores del Hipódromo, doctores en medicina, abogados de profesión respetada por una o dos generaciones atrás, viejos conservadores que calumniaban ante cada manifestación universitaria, radicales que temblaban ante la posibilidad del regreso de Perón, ancianas que se juntaban a recordar amigas que ya no estaban y anécdotas de antaño, el abuelo y su nieto, viejos mateos devenidos en observadores pasivos de la ciudad.
Y afuera, como quien no quiere la cosa, los recibía Carniquichio, un personaje que en la década del ’60, a pesar de comprender y respetar el ritual, desentonaba con el lujo que brillaba en la esquina de 7 y 49. Era un perro grandote, que apareció quien sabe cuando y cómo y de donde, de mucho pelaje, pelo zaino de tono amarillo y con una docena de manchas negras dispersas en su cuerpo robusto. De un día para otro eligió esa esquina como lugar de residencia.

Carniquichio poco sabía de trajes de etiquetas marca ..., de zapatos comprados en las boticas y menos aún de los mejores habanos. Sin embargo, supo ser querido por los transeúntes y así pasó a ser personaje habitual de la esquina.
Se cuenta que apenas llegó a la esquina de 7 y 49, los mozos de La París intentaron echarlo reiteradas veces. A los gritos primero, a los palazos luego. A la intentona se sumó el kiosquero de ventas de diarios y revistas de la esquina. El perro aprendió a desobedecer.
La terquedad de Carniquichio finalmente tuvo su recompensa. No sólo fue aceptado sino que se le buscó un rincón en la esquina para su comodidad. Le ofrecieron unos cartones al pie de una puerta que estaba al lado de la París, por donde ingresaban los cocineros, los mozos y los lavacopas.
Y los mismos mozos que antes sacaban las escobas para espantarlo eran ahora los encargados de que a Carniquichio no le falte un plato de comida. Una vez que cerraba la confitería, le dejaban a un costado los restos del día. Carniquichio también supo perdonar.

El Bautismo

El perro ya había sido aceptado en la esquina cuando Juan Tobías Nápoli venía caminando por calle 49 y antes de cruzar avenida 7, descubrió al animal marrón despatarrado a un costado de la entrada a la confitería. Alguien se lo presentó o bien le explicó que hacía allí tamaño perro. El hombre escuchó y se metió a La París. A los pocos días, comprobando que el perro seguía allí, Juan Tobías Nápoli propuso que el perro se llamara Carniquichio, su caballo de carreras preferido. Era un caballo ganador.
Juan Tobías Nápoli tenía el único local que en La Plata vendía monturas y otros tipos de elementos para los caballos. El local quedaba en la esquina de 6 y 56. En su interior tenía fotos de sus caballos. Todos menos el Carniquichio canino.
Su bautismo pareció darle el título de protector de la esquina de La París. Y supo también tomar confianza. Durante el día, al perro se lo podía encontrar debajo de los autos que estacionaban a metros de la esquina, buscando el calor que despedían los motores. Supo memorizar el rostro del dueño de cada auto para huir antes de encender el motor. Sumamente cauto Carniquichio.
El noble guardián de 7 y 49 fue testigo, entre otros tantos sucesos, del día en que el canillita de la esquina se sacó la grande de Fin de Año, se contagió de la alegría reinante y movió la cola advirtiendo que llegaban tiempos mejores para el hombre que alguna vez quiso echarlo de la esquina. Carniquichio ladró hasta el cansancio en cada manifestación estudiantil que cortaba Avenida 7, aunque también ladraba el taladrar de los caballos de la policía cuando dispersaban las manifestaciones. Le molestaba, sin duda, cualquier alteración del lugar, algo que perturbara la rutina.
Tal vez por eso cuando veía a un linyera o una persona vestida en forma andrajosa, el perro le salía al cruce. Sus ladridos procuraban que el forastero- o forastero para su entender- variara su rumbo. Carniquichio ya reconocía el brillo de los zapatos y el olor a perfume importado.
Los años pasaron y el perro siguió en la esquina, con mas canas, menos vista. Lo que perduraba era su voz, gigante, dominante, también su capacidad por distinguir olores y gente de otros barrios. Su fama llegó a la periferia platense, tal vez por los mozos que vivían en esos barrios, tal vez por que Carniquichio venía de uno de esos barrios y nunca más había vuelto. La gente que se arrimaba al centro platense, de compras, o en un paseo de fin de semana, se hacía un tiempo para ver a Carniquichio, al menos, para observarlo desde la otra vereda, como para no molestarlo.
En los días de tormenta más de uno, vecino del lugar, se acercaban a la esquina de 7 y 49 para ver qué suerte corría el noble guardián. Y siempre, alguien había llegado antes para socorrerlo.

Mas de un frustrado escritor, sentado en una de las mesas de La París, añorando fama y entrevistas que nunca llegaron, pensando que poco valió su doble apellido y su título universitario para tocar la fama, observó a Carniquichio y dedujo, con absoluta resignación, que ese era el personaje que tendría que haber conocido veinte o treinta años antes para escribir La Novela de la que luego todos hablarían. Y mientras deducía, el hombre pedía otro café con medialunas. Las medialunas iban para Carniquichio, noble guardián de la esquina.

MIL CASAS, MIL HISTORIAS, MILES DE HABITANTES

El Pelotón

¿Qué hecho, razón o circunstancia creo una historia de lo mas oscura en aquel sitio? ¿Qué parroquiano, entre naipes y caña, contó por primera vez la leyenda negra? ¿Quiénes luego creyeron en esa leyenda? ¿Qué era la leyenda negra? ¿Quién fue el primer habitante de esas casas? ¿Y el último? ¿Qué tolosano de vieja cepa se animó a recorrer el interior de aquella construcción durante las épocas en las que estuvo deshabitada? ¿Qué había en aquellos zaguanes y habitaciones?¿ Quien puede dar certeza alguna de cómo era aquel lugar? ¿Por ejemplo, sobre sus ventanas? ¿ O sobre su aljibe como centro del lugar? ¿Acaso se sabía, en esos años, que no se trataba de mil casas? ¿Quién hizo público, por primera vez, el dato de las mil casas?
Los parroquianos creyeron y los vecinos difundieron. ¿Superstición? ¿Un hecho maligno que nadie se animó a revelar? ¿Prejuicio? He aquí la leyenda de las mil casas.

Era el año 1882. A los costados de la actual estación Tolosa, un buen día llegó un pelotón de albañiles, plano y herramientas en mano, con el proyecto de levantar una serie de casonas con un diseño que nadie podía intuir. El pelotón comenzó a trabajar a espaldas del tren que venía de Constitución, hacia el lado contrario al río. Por esos años el tren terminaba en aquella estación que se llamaba “La Plata”.



Los altos funcionarios del gobierno de la provincia de Buenos Aires, ocupados en la inauguración de la ciudad de La Plata, no dieron cuenta del trabajo de los albañiles ni de los planos a seguir.
Los que sí dieron cuenta de la aparición repentina del pelotón fueron los parroquianos del lugar, asomados en la puerta de la pulpería, todos juntos como caravanas de hormigas, ojos abiertos, observando con sigilo, temor, asombro, alterados, dubitativos. Al rato comenzaron las conjeturas. Números. Datos. Nombres. Unos aseveraban un centenar de albañiles. Otros dos centenas. Otros, más cautos, dos docenas. El recién llegado, cuando la luz del día menguaba, ni cauto ni exagerado, metido apenas, aseguró un decena, “como mucho”.
La incógnita circulaba en las mesas de los bares, entre caña y truco. Y el pelotón seguía trabajando.
Y el pelotón siguió trabajando y nadie, hasta ese momento, podía saber con precisión a qué se debía tamaño proyecto en un lugar casi inhóspito, donde por ejemplo, muy cerca, camino al río, un campamento indio engendró las leyendas más tenebrosas con las que los parroquianos sabían convivir y gustaban contar como un rito de anfitrión.

El matrimonio

A centenares de kilómetros de Tolosa, en la ciudad de Buenos Aires, se supo que la construcción era iniciativa de un matrimonio que poco tenía que ver con la región: Juan de la Barra y Ema Fernández. No conocían Tolosa y menos aún las leyendas del campamento indio que flotaban en la zona. El matrimonio contó con un préstamo del Banco Hipotecario Nacional para comprar los terrenos a muy bajo precio.
A medida que la construcción avanzaba se pudo saber también que la intención era construir una serie de casas y que la totalidad de las casas abarcaba dos manzanas enteras, entre las calles 522 a 524, y de 3 a 4. El diseño original contemplaba la edificación, en forma simétrica, de 216 casas. Pocos saben si esos datos llegaron alguna vez a las mesas de la pulpería.
Durante la jornada laboral los albañiles se perdían en el interior del terreno, entre las paredes que se levantaban y los dos callejones que se iban formando y que atravesaban, a lo largo, las manzanas. La construcción avanzaba a un ritmo de una casa cada nueve días. Los parroquianos, rápidos para las apuestas y hábiles para lanzar números, vaticinaban que se levantaban más paredes que vasos en el mostrador. Los más sensatos, y sobrios a la vez, decían que “la cosa no era para tanto”.
A mediados del año 1882 se pudo conocer, casi en su totalidad, el diseño original de la construcción. Las casas estaban separadas por zaguanes, cada una tenía tres habitaciones y techos muy bajos, compartían un mismo patio donde había un aljibe enorme estilo colonial. Las casas, encastradas dentro de las dos manzanas, eran modestas, ideales para alquilarlas a un precio barato.
Para los parroquianos, la construcción seguía siendo obra de una invasión infinita de obreros con los que jamás se animaron a dialogar en un tiempo del que jamás dieron cuenta.
Y Tolosa siguió siendo lugar de cambios. En 1884 la zona se vio agitada por otro proyecto de construcción ambiciosa, con otro pelotón de albañiles dispersos en un terreno que pronto iba a dejar de ser baldío para convertirse en los talleres del ferrocarril, a metros de la estación “La Plata”.
En la nueva construcción se emplearon a tres mil quinientos obreros, en su mayoría
inmigrantes. El proyecto fue dirigido por el prestigioso ingeniero argentino Otto Krause, responsable de una cantidad de obras en la ciudad de Buenos Aires. Los obreros improvisaron sus viviendas a los alrededores de los futuros talleres y sin perder tiempo pusieron manos a la obra. Los ingenieros y profesionales de Buenos Aires supervisaban cada detalle cuidándose, siempre, de no embarrarse los zapatos y los pantalones de vestir.
Los parroquianos de Tolosa, que seguían ocupando las pulperías y continuaban al ritmo marcado por el naipe y la caña fuerte, poco sabía del prestigio del ingeniero, menos aun de su viaje a Europa en busca estructuras metálicas adecuadas al mega-proyecto. De algo tenían certeza: su poblado estaba cambiando; tal vez para dejar de ser “el pueblo de Tolosa”, con sus leyendas indias y sus infinitos caminos de tierra demarcados por las huellas de los caballos, y mirar así de frente a la modernidad.
Los talleres se terminaron de construir más rápido que las 216 casas propuestas en el diseño del matrimonio De la Barra y fueron inaugurados en agosto de 1887. La superficie que ocupaban los talleres cubría un espacio donde cabría una buena cantidad de locomotoras y coches a reparar, todas de marcas inglesas.
Desde las puertas y las ventanas de las pulperías los parroquianos intuían, con sabiduría de anciano consejero, que los cambios que estaban modificando a “su pueblo” ya eran irreversibles. A la construcción de las dos manzanas las llamaron “Las Mil Casas”. A pesar de que en el diseño original figuraba un total de 216 casas, una vez inaugurado los talleres aún no se habían terminado en su totalidad.
La construcción de las casas, en algún momento, en alguna tarde, en alguna noche, cesó. Tal fue la dinámica de la zona, acelerada por los obreros inmigrantes y los ingenieros vestidos de punta en blanco, que pocos advirtieron que la construcción en las dos manzanas se había interrumpido. Y si alguien lo advirtió no fue escuchado.
Ningún habitante de la zona se animó a indagar por el interior de las manzanas durante los días en que se detuvo la construcción. Tal vez como un reparo, temor, soberbia, distancia al progreso, todos la observaban de lejos, ni siquiera la curiosidad innata de los niños pudo barrer con el misterio que había despertado la edificación de “Las Mil Casas”.

La Leyenda Negra

En el siglo XIX el mundo tomó el formato diseñado por una óptica eurocéntrica; Argentina, que siempre miró hacia aquellas latitudes, tuvo su propia matriz desde donde se diseñaba y se pensaba al resto del país. Y esa matriz fue Buenos Aires. Los proyectos políticos siempre se tejieron en la ciudad de Buenos Aires, en oficinas ocupadas por personas de doble apellido que pretendían ampliar su radio de poder mas allá que el que tenían era vasto. El caso de Juan de la Barra no fue la excepción. Sus influencias políticas le permitió saber, unos años antes de la construcción de los talleres del ferrocarril, que la ciudad de Tolosa se poblaría de obreros inmigrantes. La construcción de “Las Mil Casas” estaba destinada a ser habitada por esos trabajadores.
Pero en la racionalidad con que se edifica el poder también se cobija el error y el azar. Las 216 casas recién se terminó en el año 1888, por lo que los obreros que trabajaron en las obras de construcción de los talleres del ferrocarril nunca las ocuparon. Las ocuparon, en cambio, los trabajadores que reparaban coches y locomotoras en los talleres, y otras tantas los obreros de Molinos “La Julia”, en ambos casos, inmigrantes.
En menos de un año, al pueblo de Tolosa llegaron un centenar de inmigrantes que terminaron hacinados, codo con codo, en “Las Mil Casas”. Otro aluvión migratorio que sacudía la rutina de los parroquianos quienes miraban, impávidos, acostumbrados, como solemnes anfitriones.
Y como una manera de formar parte de esa historia que se estaba tejiendo sin consultar y a la par de un pueblo y de una buena cantidad de personas, los parroquianos tejieron sus propias versiones sobre los cambios, y así obviaron e ignoraron nombres y datos, y fue así que en aquellas pulperías nacieron los más extraños rumores, historias entre delictivas y pudorosas cuyos responsables eran los inmigrantes que convivían entre diferentes olores de comida y lenguas de lo más extrañas. Aunque esas historias no dejaron de tener un perfil picaresco, nunca malvado, mítico si se quiere, literario a veces, algo burdo en otras. Cualquier hecho extraño del que no se encontraba explicación, el dedo acusador apuntaba a “Las Mil Casas”. Un robo, un fenómeno natural, una enfermedad de algún parroquiano.
Atrás había quedado las leyendas oscuras sobre los campamentos indios que poblaban la parte cercana al río.

La Leonera

La madeja de la economía también se tejía en Buenos Aires. En 1905 en el barrio porteño de Liniers se abrieron otros talleres de la misma empresa ferroviaria que llegaba a la estación de Tolosa. El traslado repentino de los talleres y por consecuencia, la de los obreros, significó un revés no previsto por el matrimonio De la Barra. En pocas semanas, las 216 casas fueron deshabitadas. Los tolosanos observaban, con sorpresa, la emigración de los obreros. ¿Una maldición del campamento indio? ¿Otro fenómeno maligno para el pueblo? Conjeturas se sucedían, las certezas se ausentaban en las mesas de la pulpería.
Mientras en Tolosa se multiplicaban las preguntas, en Buenos Aires las cuentas del matrimonio no cerraban. El crédito, que aún no se había terminado de pagar, fue una cuenta pendiente que Ema De la Barra, viuda desde 1904, no pudo saldar. Con los años, la viuda se fue alejando de los negocios sin por eso abandonar la buena vida.
El Banco Hipotecario decidió en 1910 rematar la construcción de “Las Mil Casas”. No fue nada fácil conseguir nuevos inquilinos y menos aún una persona interesada en invertir en momentos en que el ritmo lo imponía la ciudad vecina de La Plata, donde las construcciones crecían a la par de la población. “Las Mil Casas” pasó de ser un conglomerado de voces y olores diferentes a un monumento de la desolación, sombras que recorrían los callejones que atravesaban las manzanas, ecos que se multiplicaban.
Pasaron varios años y no se consiguió un comprador. Las casas fueron aprovechadas por los nuevos sectores sociales que deambulaban sin techo por Tolosa y La Plata. Se trataba de vendedores ambulantes que recorrían los edificios públicos de la flamante capital de la provincia ofreciendo productos en mano que ellos mismos hacían, en amplias canastas o en bolsones que cargaban durante todo el día.
Si durante el funcionamiento de los talleres de Tolosa, los inmigrantes españoles, italianos o de las zonas balcánicas despertaban leyendas extrañas, los nuevos habitantes de “Las Mil Casas” abría un nuevo capítulo para la imaginación ya no tanto de los parroquianos sino de los vecinos de La Plata.
Los nuevos habitantes de “Las Mil Casas” eran de Medio Oriente, sirios- libaneses, árabes, albaneses. Otras voces, otros hábitos.
En las pulperías y almacenes de Tolosa nacieron otras historias, tan o más picarescas que las anteriores. Las sospechas y los rumores turbios sobre los nuevos inmigrantes surgieron de la urbe que pretendía convertirse en Gran Urbe, entre los edificios que se multiplicaban sobre las calles cada vez más transitadas y entre los funcionarios que pretendían ser Grandes Funcionarios. Las dos manzanas de Tolosa pasaron a llamarse “La Leonera”.
Las sospechas se mezclaban, o tal vez se generaban, ante el prejuicio de ver culturales tan disímiles. Sin duda que algún hecho delictivo había ocurrido en la zona o algún malandra, con antecedentes policiales, se habrá alojado en esas habitaciones, pero lo que más conmovió a los vecinos y a la prensa local de la época era ver a gente tan distinta, por el color de piel, por sus costumbres y por su forma de hablar. Y sobre todo, por su origen social.
En las casas pudientes de la ciudad se suponía que dentro de esas habitaciones se guardaba un arsenal de armas blancas, que sus habitantes eran profesionales en el manejo de navajas, que las canastas donde llevaban sus productos eran pura máscara. Pasaron a ser delincuentes, traficantes, navajeros, pungas, cafiolos y protistutas.
La leyenda negra de los habitantes de “Las Mil Casas” recorrió buena parte de las primeras décadas el siglo XX y el nombre de “La Leonera” selló el perfil de barrio peligroso. Ante cada delito en las calles platenses se buscaba un sirio-libanés, un árabe, y se daba por hecho cual era su refugio.

En el pasado quedaron sepultados las intenciones de Juan de la Barra de aprovechar la llegada de los obreros inmigrantes a los talleres ferroviarios de Tolosa. Lo que el señor de la Barra no supo, y muchos otros tampoco, que los cambios a veces se suceden más rápido que una partida de naipes de los parroquianos de la pulpería.
Una vez que enviudó, Ema de la Barra se casó con el periodista y legislador provincial Julio Llanos y comenzó a publicar novelas bajo el seudónimo de César Duayen. Se convirtió en la primera novelista mujer del país, sus libros tardaban apenas una semanas en agotar las primeras ediciones. La novela “Stella” fue uno de los primeros best-seller de la literatura nacional.
En Tolosa los parroquianos continuaron armando y desarmando sus propias versiones; en las esquinas, en los almacenes, en las pulperías. Una forma de apropiarse de la historia, ajena a la modernidad, y que en algún tolosano debe conservarse, incluyendo modificaciones personales.