4.4.10

El gato perdona al ratón y se lo demuestra matándolo.




Él se despierta y su deber le da la bienvenida y lo despega del mundo. Se durmió detrás de sí, absolutamente ausente y ahora despliega sus dientes hacia el fondo del cielo y estira su lengua hacia su oasis redondo y perfecto como para dibujarse blanco y dejar que todo continúe mareado y perdido adentro. Entre sus ojos, su pensamiento comienza a romperse como cada amanecer. Unas nuevas veinticuatro horas, un nuevo gran viaje inmóvil y sin pensamiento por la inconsistencia de la realidad, lo que, además de cómodo, le resulta fabuloso. Él, ahora, sólo tiene que restaurar la belleza que durante el sueño se ha ido deteriorando. Levantará gajos y replantará flores allí por donde sus ejércitos desfilaron anoche. Y la perfección se instala junto a él. Sus manos flotan como nubes, livianas e inmortales bajo una mirada que nadie ocupa. Él es un cuidador que ha desarrollado tanto su olfato, que ahora es capaz de reconocer el amor, la vida y la muerte que hay en cada cosa con solo acercarse, aunque tomando siempre ciertas precauciones, pues alguna vez le sucedió que una fragancia o un hedor (y no hay peor hedor que el de una flor cuando se pudre) lo penetraron tan profundamente que debió luego arrastrarlos durante días hasta que, ellos mismos, y sin razón aparente, decidieron desaferrarse de su nariz por su propia cuenta. Él cuida la poesía que hay en el día, caracterizado bajo la forma de un hombre al que, porque ha nacido, hay que consolar, y que, entre dientes, masculla que sólo por hombre, y por nacido, se ha rendido ante dios. Y aunque ante el altar de sus despojos él se ofrece como alguien dócil ante la bondad divina, bondad que le ilumina sus días pardos y los convierte en jazmines (y luego nuevamente en noches), él sabe que hay algo (quizás malicia) más allá de esa bondad manifiesta en el día y en los jazmines y en los aromas que se pudren según llega la tarde, y esa sospecha le llena el alma como llenan los vampiros el vacío de las noches. Él es la periferia y el centro. La ausencia del gesto y del disfraz, la falsa impresión de que el borde existe y vive en él. Él se ha rendido, pero aún desconfía de ese dios misericordioso y engrupido. Y mientras siembra, una vieja cicatriz en su mirada lo mantiene en sus límites impidiéndole avanzar demasiado pues también sabe que el horizonte retrocederá siempre (y como todos) hacia dios, hacia ese fanfarrón y vanidoso dios al que le gusta presumir sobre todo, pues sobre todo ya tiene preparada una maldita, redonda y magnífica respuesta. Él es un muerto incapaz de morir. Su felicidad es mecánica. En su jardín todo es belleza recuperada pero en el centro de esa alegría nadie sonríe ni respira. En su paraíso sin bordes el paisaje entero se comprime sobre el piso donde el miedo abre su infinito ángulo hacia la noche, noche que en pocas horas vendrá. Puntual. Porque la noche, con sus ejércitos que marchan, no tarda.

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